La transnacionalización de la economía y de la
información posibilitadas por la revolución científico-tecnológica (1)
desencadena un proceso creciente de centralización económica y
descentralización política. Se trata de una verdadera crisis del poder, puesto
que las instituciones políticas tradicionales son cuestionadas en su eficacia,
representatividad y legitimidad, y vaciadas progresivamente de contenido. La
desconfianza en el orden institucional genera una auténtica crisis de
lealtades, la pérdida del consenso y el abandono de los marcos valorativos y
normativos que cohesionaban el tejido social.
Los Estados Nacionales se ven sometidos a una doble
tensión: por un lado, deben satisfacer las exigencias de acumulación y control
del capital de las corporaciones; por el otro, deben cumplir su función social,
atendiendo los requerimientos de la sociedad civil. La crisis económica
contemporánea -descripta por muchos autores como la crisis del capitalismo
tardío- agudiza estas tensiones, en la medida en que el Estado no puede seguir
promoviendo el bienestar, ni producir gratificaciones a través del consumo.
Esta situación fomenta la creencia en la ineficiencia
de las instituciones políticas y justifica la conducción y control
tecnoburocrático del poder (complejo económico, político y científico). Se
legitima así la necesidad del control tecnocrático de los asuntos públicos y se
justifican los límites de la democracia.
A su vez, y a medida que se despolitiza a la sociedad -que desvincula su
participación de las instituciones y se retrae en su privacidad- se intenta
promover la recreación insular de sus motivaciones, a través de distintos
modos, tales como la participación y comunicación a través de circuitos
electrónicos, la acción puntual y fragmentada de grupos de interés, etc. Es
decir, se intenta repolitizar la sociedad civil e “insuflarle” motivaciones, de
modo de asegurar la mínima cohesión para mantener vivo el tejido social, pero
bajo formas altamente controlables -en la medida de su transitoriedad,
fragmentación y diversidad-.
Sin duda alguna, el problema fundamental en el
tránsito a la sociedad post industrial (2) es el de generar nuevas lealtades e
inducir a la creación de nuevas formas consensuales que legitimen la
destrucción del viejo orden y consoliden la promoción de la nueva sociedad. Si
se logra esto, ninguna barrera se interpondrá ante los futuros imaginados por
los futurólogos. Desde esta perspectiva, y ante el debilitamiento de creencias,
valores e ideologías, la revolución científico tecnológica se constituye en la
legitimación ideológica del tránsito hacia la nueva sociedad, en la medida en
que aparece como una instancia autónoma, objetiva, neutra, ajena, absoluta que,
fuera de los avatares de la vida concreta de los hombres, tiene la capacidad de
conducirlos hacia los nuevos tiempos.
Se transforma, así, en la garantía del cambio deseado,
en el eje aglutinante alrededor del cual se nuclean los partidarios de la
necesaria modernización. En verdad, se
constituye en la creencia, la ideología, el ‘partido político’ que puede
convocar y obtener adhesión a sus propuestas, en medio de la crisis
generalizada, sustituyendo los valores y creencias tradicionales y generando nuevas
motivaciones.
Vamos a analizar seguidamente esta función ideológica
del complejo científico-tecnológico, toda vez que se presenta como sujeto y
fundamento totalizante, omniabarcador y omniexplicativo de la historia. Al
respecto, debemos distinguir: a) la vinculación de la ciencia y la técnica con
el horizonte histórico y simbólico del cual surge, compromiso que se expresa en
el acotamiento de su objeto, en la elección de sus núcleos temáticos y en la
configuración de sus categorías conceptuales, en la determinación de sus
métodos y en la proyección de sus dispositivos técnicos y b) la ciencia como
poder de legitimación, a través del monopolio de la verdad entendida como
eficacia. Desde este andamiaje conceptual, emerge la presunta autonomía del
imperativo tecnológico -se debe hacer todo aquello que técnicamente se pueda
hacer- que esconde su propia historicidad y el juego de intereses que lo ponen
en marcha.
En relación con nuestra hipótesis -ciencia y
tecnología como poderes legitimantes de la sociedad post-industrial,
especialmente en el momento de transición hacia ella- efectuaremos algunas
reflexiones en torno al concepto de ideología.
Podemos distinguir distintos aspectos de las
ideologías y caracterizarlas de modo muy diverso. En sentido general, están
constituidas por un grupo más o menos sistemático y coherente de ideas, que se
originan en determinados intereses y valores de un grupo social y/o político, y
cuya función básica es proporcionar un marco explicativo con el fin de orientar
la acción, para ratificar o rectificar parcial y/o totalmente la realidad.
La tradición cientificista -en su vertiente marxista o
liberal- suele descalificar el pensamiento ideológico en nombre de la ciencia,
olvidando que las mismas críticas que efectúa a los “ideólogos” pueden caberle exactamente
a sus propias posiciones. Aquéllas giran, fundamentalmente, en torno a la
deformación y distorsión de lo real que efectúan las ideologías, en función de
los intereses -ocultos y silenciados- que las ponen en juego. Como
contraposición, se enfatiza el carácter “transparente” de la ciencia, su
objetividad, neutralidad valorativa, universalidad, necesidad, etc.,
condiciones todas afincadas en el autodespliegue del pensamiento que, fundamentándose a sí
mismo, garantiza plenamente su
autonomía, su autosuficiencia y la búsqueda crítica de la verdad.
Si bien podría decirse -y con razón- que, hoy,
difícilmente alguien sostendría desde la propia ciencia tan gruesas
pretensiones, hay que señalar, sin embargo, que más allá de los
cuestionamientos internos que científicos y epistemólogos efectúan, dichos prejuicios siguen operando
como Weltanschauung generalizada, en
especial en lo que se refiere a la función que ciencia y técnica desempeñan en
el conjunto de la vida humana. Esta
verdadera “creencia” en la ciencia, cuya apología no tiene nada de “científica”,
configura un curioso caso de justificación basado en las características de su,
aparentemente al menos, declarada enemiga.
No es nueva, por otra parte (y no abundaremos en esta
cuestión) la pretensión de la ciencia moderna -la que tuvo sus orígenes en
Galileo Galilei de convertirse, más allá de la intención y acción de los
propios científicos, en el conocimiento rector, no sólo en otros tipos de saber
-(cotidiano, religioso, mítico,
ideológico), sino de la acción (mediante la construcción de una ética y
una política “científicas”) y del
querer. Es decir, no es nueva la pretensión de reducir todo saber y toda acción
a los paradigmas conceptuales y metodológicos de la ciencia triunfante.
Si, como señala Verón (3), la ideología es, en verdad,
una gramática de generación de sentido, una dimensión presente en todo
discurso, que se define a partir de la relación existente entre el conjunto
significante y las condiciones de producción, todo discurso es, en cuanto a sus
orígenes, ideológico.
Pero, por otra parte, si es verdad también, como
agrega el propio Verón, que desde el punto de vista de los efectos, un discurso
es ideológico cuando instaura una referencia a lo real que reclama una creencia
absoluta, mostrándose como el único discurso posible sobre aquello de que se
habla, no es arriesgado afirmar que la
ciencia y la técnica modernas -y su epifenómeno contemporáneo, la revolución científico-tecnológica- tienen
un efecto claramente ideológico en cuanto presumen ser la dirección necesaria
del progreso y la encarnación misma de la verdad -aun cuando científicos y
epistemólogos discutan en sus gabinetes y laboratorios el carácter provisorio
de sus afirmaciones, aun cuando insistan
en su dimensión crítica y problemática-. (Por otra parte, Kuhn ha
indicado con claridad que una vez establecidos los paradigmas científicos, la
“ciencia normal” que en base a ellos se desarrolla carece de reflexividad
crítica. Feyerabend, a su vez, ha mostrado la falsedad de la creencia en los
métodos fijos y universales de la ciencia, etc.). En fin, que aun cuando
científicos y epistemólogos exageren en su humildad, la ciencia y la tecnología
(ésta no es, en modo alguno, su apéndice y aplicación práctica, sino la fuerza
que hoy impulsa a aquélla a desarrollarse) son hoy, más que ayer y como nunca,
la garantía del progreso y de la verdad, en cuanto ésta se define
operativamente en función de los efectos producidos.
Así, la ideología de la ciencia y la tecnología es
transmitida y venerada acríticamente por los propios científicos, tecnólogos,
políticos y hombres del común, y no hay argumento científico que pueda
demostrar sus límites y su parcialidad. Cuando esto ocurre, suele suceder que
dicha crítica es descalificada por “irracional”, “acientífica”, “ideológica”,
etc. En verdad, el poder de la ciencia y la técnica como ideologías
determinadoras de la verdad -o del único modo válido de aproximarse a ella- es
omnímodo -tan omnímodo como el poder efectivo que por su medio se juega-, y el
terrorismo intelectual que ejercen dejan muy pocos resquicios, por no decir
ninguno, para cualquier crítica que pretenda -ella también- ejercerse en nombre
de la razón. Lejos de sostener aquí tesis alguna “en contra” de la ciencia y la
tecnología, queremos tan sólo señalar su función ideológica, la incapacidad que
revelan para asumir en cuanto tales sus propios límites y supuestos, y su
defensa fanática del monopolio de la razón. Justamente la sociedad
post-industrial hace de dicho dogma su creencia básica, puesto que la dirección
tecnocrática de la sociedad -conjuntamente con la tecnificación de la
existencia- serán garantías de una vida armónica, equilibrada y “feliz”. En
suma, si el efecto ideológico de un discurso consiste en presentarse como una
totalización cerrada sobre sí misma, absoluta, ausente de espíritu reflexivo,
la ciencia y la tecnología actuales producen dicho efecto que, por otra parte,
se constituye como un poder capaz de afectar y organizar la trama del tejido
social.
En este sentido, la futurología, en sus diversas
variantes, opera como un metadiscurso cuyo objeto es, precisamente, la ciencia
y la técnica como ideologías. En cuanto
metadiscurso es, a su vez, él también ideológico, puesto que se pone como
absoluto y verdadero y esto en función de su presunta “cientificidad”.
Por otra parte, en la sociedad contemporánea, se da
una situación inédita, en la cual la disputa ideológica pareciera ceder lugar
al arbitraje técnico de medios y fines, y en la cual pareciera no haber
genuinas alternativas políticas que movilicen las energías y voluntades de los
individuos y los grupos en torno a proyectos de cambio social. Más bien, se
cree que todo cambio social provendrá automáticamente de la progresiva
tecnificación de la experiencia, con lo cual sólo cabe esperar pasivamente en
que ciencia y tecnología sigan “avanzando”, que los expertos conduzcan los
procesos y que se produzcan las gratificaciones y compensaciones necesarias que
legitimen dicha confianza. Los ideólogos de la sociedad post-industrial
insisten permanentemente en la caducidad de las ideologías del “industrialismo”
(liberalismo y socialismo, disputa en la cual el Tercer Mundo no tercia por
“carecer de ideología propia”). Sólo queda la revolución científico-tecnológica
como sustento conceptual y valorativo de la vida social: se debe creer en que
ella mejorará a la humanidad y asegurará el progreso, o bien habrá que
refugiarse en las contraideologías de la negatividad, apocalípticas,
irracionalistas, etc., que ratifican, por la negativa, el tiempo de aquélla.
Como señalamos
reiteradamente, si el mundo moderno como configuración epocal se desintegra y decae, si la burguesía, el
proletariado o los pueblos no son ya más
sus sujetos históricos, si los Estados nacionales son cuestionados y ven
cada vez más debilitado su poder, si las
ideologías trabajosamente creadas durante
siglos se desmoronan, sólo la confianza en la ciencia y la tecnología
como poder organizador de la existencia
sostienen el tejido social que ve paulatinamente destruidas sus creaciones y fundamentos y que
no avizora nada en su reemplazo. Los que
conforman el complejo militar-industrial-político-tecnológico, cuyos intereses
buscan mantener y acrecentar, se apresuran en garantizar futuros seguros que,
como señalada acertadamente Gouldner, no serán “mejores”, porque sencillamente
no hay nada para proponer, sino tan sólo la armonía e integración como fines en
sí mismos. (Wolfe dice al respecto que las elites combinan un sentido práctico
feroz con el utopismo ingenuo, justificando simultáneamente el poder existente
y la añoranza de la homeostasis, el anhelo de orden y control) (4).
Sin embargo, las ideologías cumplen también una
función positiva, en cuanto movilizan los intereses de los individuos a partir
de una determinada interpretación de la realidad y en torno a una propuesta de
acción. Caso que no se da en la ciencia y la tecnología como ideologías, puesto
que éstas, en vez de movilizar, acallan los conflictos éticos y políticos y se
presentan como administradoras de la racionalidad, que tan sólo debe cumplir
fines ya dados y técnicamente determinados. En este sentido, señala Gouldner,
la ideología tecnocrática es la ideología de la no-ideología, la represión del
problema ideológico mismo.
Pero volvamos a la caracterización general de las
ideologías. Estas -según Gouldner (5)- son interpretaciones de la vida
cotidiana, que permiten adquirir distancia respecto de la misma, creando nuevas
solidaridades y persiguiendo más eficazmente sus objetivos, sin verse limitadas
por los lazos particularistas o las lealtades familiares y vecinales.
Constituyen una teoría secularizada y racionalizada sobre el mundo; desarraigan
a las personas de las estructuras sociales más inmediatas y les permiten
perseguir proyectos que han elegido; fundamentalmente, buscan la acción sin
basarse en la autoridad o la tradición.
Se subrayan, así, los elementos clave de toda formación ideológica: a)
el tipo de discurso racional, que describe e informa respecto de la realidad,
con el propósito de orientar la acción -y que, como tal, tiene carácter
normativo- y b) el fundamento de dicho discurso: la propia racionalidad. Por un
lado, es objetivo, puesto que se refiere a lo que es, pero en cuanto discurso
moderno -Gouldner sigue en esto a Habermas, quien señala que no hay ideologías
preburguesas- se funda en pruebas racionales, respecto de las cuales se busca
inducir el consenso voluntario sobre la base de la argumentación.
Las ideologías tienen límites: en primer lugar su
pretensión de objetivismo. Gouldner
señala que en ellas pareciera que hablara el mundo y no los hombres. Un rasgo básico de las ideologías es, pues,
ocultar las condiciones sustanciales del lenguaje de la sociedad de las que
depende la construcción del discurso, silenciando los intereses y deseos, el
modo en que éstos se sitúan socialmente y se mantienen estructurados. Si bien,
por un lado, responden a la exigencia moderna de la autofundamentación, por el
otro se desvían de la otra norma de la racionalidad moderna: la que exige
reflexividad, autoexamen, en fin la que requiere problematizar los límites de
la propia racionalidad. Justamente el pensamiento ideológico olvidará
rápidamente que el fundamento de dicha objetividad es la propia subjetividad y
tomará dicha descripción e informe de lo
real como la realidad misma, expresión sin más de la cosa, desconociendo sus
propias condiciones de producción, sus alcances y límites.
Esto ocurre -es fundamental subrayarlo- con todos los
discursos modernos y no sólo con las ideologías. El objetivismo opera como
prejuicio tanto en las ideologías como en los críticos de las mismas. En las
primeras, porque presentan su propio discurso como suprahistórico y
supracultural, mostrándolo como “la” palabra que silencia su propio fundamento;
en los segundos, porque reprochan a las primeras el distorsionar la realidad,
en cuanto ponen de manifiesto sus relaciones con la subjetividad -intereses,
deseos, etc.-, exigiéndoles, a la postre,
que “salten sobre su propia sombra”. Ambos, en fin, pretenden ignorar el
papel que la vida histórico-cultural, la tradición y los prejuicios juegan en
la producción de las creencias y el conocimiento.
Sin embargo, y a pesar de este límite manifiesto,
Gouldner reconoce el papel movilizador de las ideologías, su capacidad para
problematizar el mundo y para afirmar al yo como potencia para desafiar lo
real, su sensibilidad temporal
-orientada hacia el futuro-. En síntesis, dice, la ideología pone de
manifiesto el conflicto entre la parte y el todo, el individuo y la sociedad,
los intereses públicos y privados, puesto que vincula los intereses parciales
con las pretensiones del todo, y revela el sentido y valor público oculto de
los intereses creados, protegiendo contra la anomia egoísta. A la vez,
unilateralmente, niega su parcialidad y oculta que, ella también, está adherida
a los intereses privados. Resigna, de este modo, la autorreflexión crítica (los
límites de la ideología no estriban, en verdad, en su defensa interesada de una
parcialidad, sino en su no reconocida pretensión de identificarlos con el todo
sin más). La raíz de toda ideología consiste, pues, en acentuar la adhesión a
la totalidad y ocultar su compromiso con los intereses privados.
El mismo Gouldner señala el parentesco y las mutuas
acusaciones entre ciencia social e ideologías. Siendo ambas informes racionales
de lo que es, su diferencia fundamental estriba en que la primera no moraliza,
no pretende dictar normas para la acción, mientras que a la segunda le interesa
tanto la normatividad como la función informativa. Sin embargo, lo que la
ciencia social olvida es que todo informe es siempre atinente a valores, porque
sus afirmaciones tienen siempre implicaciones sobre lo que puede o no hacerse.
La ciencia social pretende tener superioridad cognoscitiva, creyendo que su
rechazo de la unión entre teoría y praxis le proporciona una carencia de pasión
e interés que la torna objetiva. Sin embargo, esta creencia es falsa
-suponiendo que fuese deseable-, ya que, desde sus orígenes con Saint-Simon y
Comte, surge como intentos de reconstrucción de la sociedad. Ambas se perturban
mutuamente: la ciencia social exige a la ideología justificación empírica, la
ideología critica a la ciencia social el ocultar su basamento social y su
posición filosófica, rechazando la idea de que la ciencia sea autofundada y
autosuficiente, y efectuando una crítica de la Lebenswelt científica.
De este modo, podríamos agregar, científicos e
ideólogos se acusan mutuamente de lo mismo: a los ojos de los primeros, la
ciencia es el discurso que en virtud de su conceptualización y metodología se
aproxima a la verdad y, por ello, los
otros discursos son descalificados por falta de rigor y de fundamentación. A los ojos de sus críticos, esta
sacralización de la ciencia y sus métodos es denunciada en cuanto oculta las
condiciones de las cuales emerge, extrapola sus procedimientos y criterios a
otros tipos de saber, y universaliza y privilegia su modo de acceso a la
verdad. Ambos, en fin, se reprochan mutuamente su dogmatismo. Según la
perspectiva de Gouldner, ambas tienen razón, puesto que siendo igualmente
unilaterales -aunque en distintos sentidos- ambas pecan por desconocer esa
unilateralidad y por negarse a reflexionar sobre sus propias condiciones y
supuestos. Por ello propone, desde una teoría crítica de la sociedad, que se
incorpore el necesario momento crítico reflexivo que posibilite superar el
prejuicio de la absolutización.
Sin embargo, no sólo se ha mostrado la inserción de
las ciencias sociales en un determinado proyecto histórico y sus vinculaciones
con la trama del poder, sino que se ha señalado también el carácter histórico
de las ciencias “puras”. Husserl y
Heidegger analizaron este rasgo básico de la racionalidad científica moderna, y
Marcuse ha ido más allá, poniendo de manifiesto el contenido político de la
razón técnica, y convirtiendo este análisis en el punto de partida para una
teoría crítica de la sociedad industrial.
En este caso, se argumenta no ya el carácter
ideológico del cientificismo y de la tecnocracia, sino que se señala el
carácter ideológico de la propia ciencia y técnica moderna, subrayando que no
sólo su uso, sino sus conceptos, métodos y técnicas, sus principios mismos, se
constituyen en función del horizonte político de la dominación en el cual
surgen y al cual sirven. Ciencia y técnica son, en sí mismas, ideológicas. Dice
Marcuse: “El concepto de razón técnica es quizás él mismo ideología. No sólo
por su aplicación, sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza
y sobre los hombres: un dominio metódico, científico, calculado y calculante.
No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se advengan a la
técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del
mismo aparato técnico. La técnica es, en cada caso, un proyecto histórico
social, en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella
dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y con las cosas. Un tal propósito de dominio es material, y en
este sentido pertenece a la forma misma de la razón técnica” (6). Marcuse
considera que el operacionalismo teórico propio de los principios constitutivos
de la ciencia moderna se corresponde con el operacionalismo práctico, de modo
que “El método científico, que conducía a una dominación cada vez más eficiente
de la naturaleza, proporcionó después también tanto los conceptos puros como
los instrumentos para una dominación cada vez más efectiva del hombre sobre el
hombre a través de la dominación sobre la naturaleza. Hoy la dominación se
perpetúa y amplía no sólo por medio de la tecnología, sino como tecnología; y
ésta proporciona la gran legitimación a un poder político expansivo que engulle
todos los ámbitos de la cultura (...). La racionalidad tecnológica (...)
respalda de este modo la legalidad del dominio; y el horizonte instrumentalista
de la razón se abre a una sociedad totalitaria de base racional” (7).
Mucho se ha criticado esta tesis de Marcuse y desde
distintos ángulos. Verón señala su
carácter apocalíptico, su creencia en que la sociedad está dominada por una
sola gramática, por un único medio de producción del sentido presente en todos
los niveles del funcionamiento social, desconociendo que las redes de
producción social del sentido están perpetuamente sacudidas por los mecanismos
dinámicos de la sociedad, es decir, que hay desorden, desajuste y conflicto.
Sin embargo -y como ya veremos a través de la reflexión que efectúa Habermas sobre la tesis de Marcuse- lo
inédito en esta etapa histórica es, como ya
adelantamos, que se dan las posibilidades de que la tecnología se transforme
en la dimensión predominante de la
existencia, absorbiendo las otras modalidades
de la acción y entronizando efectivamente el ideal tecnocrático de
dirimir las cuestiones prácticas
técnicamente, con lo cual la esfera de los conflictos sería transmutada o directamente reprimida, en aras
de una visión autorregulada de los
procesos. Pero aun cuando esto sucediera, la reproducción automática del
sistema de dominación no dejaría de ser una ilusión, una fantasía que se desea
se torne creíble, para desalentar, finalmente, toda resistencia posible. Aún así,
cabe preguntarse quiénes deciden, quiénes controlan, por qué, y con qué fines.
Volviendo a la tesis de Marcuse, Habermas interpreta
que la exigencia de Marcuse de revolucionar previamente la ciencia y la técnica
para garantizar la emancipación respecto del dominio político, es una quimera.
Basándose en la antropología de Gehlen, quien afirma que hay una conexión
inmanente entre la técnica y la
naturaleza humana -ya que aquélla no hace sino descargar al hombre de sus
funciones orgánicas básicas, cumpliéndose esta evolución mediante una suerte de ley que se impone a sus
espaldas o instintivamente- concluye
Habermas que no se puede renunciar a nuestra técnica, a menos que cambie
la estructura de la naturaleza humana y mientras tengamos que mantener
nuestra vida por medio del trabajo
-dominio sobre la naturaleza- y valemos de los
medios que lo substituyen. La técnica es, pues, un proyecto de la
especie humana en su conjunto, y no un proyecto históricamente superable (8).
Más allá de que Marcuse insiste más bien en el
carácter político (o estético-político) de la emancipación, de modo que un
cambio en la dirección del progreso tendría que influir en la determinación y
estructura de la ciencia, Habermas critica a Marcuse por su visión utópica de
la naturaleza -una naturaleza sujeto, con la cual se mantendrían vínculos
fraternos, ajena al dominio y la explotación ilimitada, en la cual el trabajo
no implicaría violencia-.
Para Habermas, fiel a la concepción marxista de la
naturaleza y del trabajo, esta concepción de Marcuse no hace sino resucitar el
mito de la naturaleza previa a la “caída”. La técnica se inscribe,
necesariamente para Habermas, en el ámbito de la acción instrumental con
respecto a fines, cuya estructura es monológica. A través del trabajo,
entendido como dominio sobre la naturaleza, ella cumple sus fines. A su vez, se
distingue de la acción comunicativa, ámbito de la interacción mediada
simbólicamente y orientada por normas obligatorias de acción, que definen expectativas
recíprocas de conducta que han de ser reconocidas intersubjetivamente y que
originan el marco institucional de la sociedad (9).
Habermas señala que hoy la técnica está fusionada con
el marco institucional, absorbiendo cada vez más el ámbito de la interacción,
de modo tal que las cuestiones prácticas se ponen cada vez más entre paréntesis
y la acción técnica avanza sobre las otras dimensiones de la existencia. De
este modo, la acción del hombre queda determinada por estímulos externos, más
que por normas, y aumenta el comportamiento adaptativo que erosiona la
interacción (10). Coincide con Marcuse
al reconocer que la ciencia y la técnica cumplen una función ideológica al
legitimar las relaciones de poder, pero discrepa en cuanto no cree que haya un
vínculo necesario entre ciencia y técnica y tecnocracia, es decir, que ciencia
y técnica sean en sí mismas formas del dominio político. Por ello, no postula
una reestructuración de la técnica -lo considera, por otra parte, imposible-,
sino que recurre a su propio marco categorial para proporcionar una explicación
y solución del problema. Lo ideológico de la ciencia y la técnica -su carácter
tecnocrático- reside en el encubrimiento de la diferencia entre acción
instrumental e interacción. Este encubrimiento hace que se produzca una suerte
de “fetichización” de la ciencia y de la técnica, por cuyo medio se finge una
racionalidad legitimadora del dominio. Sin embargo, reconoce Habermas que esta
conciencia tecnocrática -cuyo máximo peligro reside en que el hombre quede
integrado a su propio aparato técnico como homo fabricatus (11)- es menos
ideológica que otras ideologías y más irresistible que las anteriores (12),
porque, al encubrir las preguntas prácticas, no sólo justifica el dominio sino
que afecta al interés mismo de la emancipación de la especie como tal. (Lo
bueno sería el ideal adaptativo, antes que la movilización de las energías para
el cambio). Además, no sólo finge cumplir los intereses de los hombres, sino
que, en parte, los satisface bajo la distribución de las compensaciones
sociales que asegura el asentimiento de las masas: la gratificación a través
del consumismo (13). (Sin embargo, y como señala Gouldner, Habermas se equivoca
al acentuar tanto las diferencias entre las viejas y la nueva ideología. En un
sentido, se parecen bastante, en lo que respecta a que siguen ocultando los
intereses de la dominación que las ponen en juego; por otra parte, la crisis
del consumismo obliga a echar mano de justificaciones ideológicas más directas,
y no a través del rodeo de la compensación y gratificación que la tecnología
produce). En fin, sintetiza Habermas, al hombre se lo aleja de la existencia
intersubjetiva y se lo fija en un sistema de acción instrumental, donde los
modelos de la ciencia pasan al mundo sociocultural de la vida, transformándose
la ciencia en un dominio impersonal que decide la vida humana. Como respuesta,
propone Habermas restablecer la interacción en autonomía frente a la esfera
técnica del trabajo y la participación de los ciudadanos en las decisiones
políticas.
Recapitulando, Habermas señala que la técnica es un a
priori trascendental (14) más que un a priori histórico, a diferencia de
Marcuse, para quien ciencia y técnica son, en sí mismas y en virtud de sus
principios constitutivos, ideológicas y, por lo tanto, históricamente
superables. Para Habermas lo peligroso del mundo contemporáneo estriba en la
transformación de la técnica, la represión de la ética y la eliminación de la
política, pero sin reconocer que haya vinculación entre la industrialización y
la conciencia tecnocrática.
Para finalizar, algunas reflexiones críticas. Creemos
que Habermas incurre en un error al confundir determinadas formas históricas
del trabajo y del lenguaje con los modos esenciales de constitución de los
mismos y, en este sentido, creemos también que la historia -en su despliegue de
la diversidad cultural- da la razón a Marcuse. Tampoco puede confundirse la
necesidad -por cierto universal- de relacionarse con la naturaleza, con un modo
singular y peculiar de dicha relación, para luego universalizarlo sin más.
Dice Habermas: “Sea como fuere, las realizaciones de
la técnica son irrenunciables, no podrían ser substituidas por una naturaleza
que despertara como sujeto” (15). Habermas tiene parte de razón, al afirmar el
carácter “irrenunciable” de las realizaciones técnicas; más aún, dado el grado
de planetarización de la actual etapa histórica. Pero, de todos modos, dicha
irrenunciabilidad constituye ella misma un problema, más bien que el punto
final del mismo. No es sólo resguardando el ámbito de la interacción como
podría solucionárselo -supuesto que esto fuese posible, ya que justamente la
tecnocracia es la eliminación de la interacción-, sino redefiniendo la
dirección de la técnica -sin renunciar a ella- y en función de los intereses de la
interacción. El problema reside, creemos, en que para Habermas ambos sistemas
son y deben ser autónomos, y así como critica la subordinación de la
interacción a la acción instrumental, no exige que ésta se subordine a aquélla,
sin advertir, por otra parte, que, por su misma dirección -históricamente
definida- ésta siempre tenderá a expandirse y a absorber los otros subsistemas
de acción. Cabe también pensar -como lo demostrara lúcidamente Cullen (16)- que
la visión de la interacción en Habermas está profundamente teñida de instrumentalismo,
lo cual lo lleva a exigir la manipulación “técnica” de la naturaleza interior,
cuestión que se torna evidente en su fundamentación de la acción por medio de
las reglas racionales del diálogo libre de coacción, mediante una verdadera
“ilustración” de la comunicación “ingenua”.
Volviendo al punto anterior, Habermas parece ignorar
que si el modo técnico se funda, como pretende Gehlen, en una antropología
universal, no se podría explicar por qué otras culturas no han producido una
técnica como la europea occidental, a menos que se les niegue la posesión de un
horizonte técnico -lo cual es absurdo- o
que se despache el problema apelando a los ya remanidos argumentos acerca de su
inferioridad y de su atraso, es decir, a menos
que se sustente una visión unilineal del desarrollo histórico -que, por
otra parte, no contradiría en lo más
mínimo el neomarxismo de Habermas-.
Dichas sociedades, a su vez, fueron las que
sustentaron una concepción de la naturaleza no ya como objeto de dominio
técnico, sino como ámbito del cual disponer respetuosamente en virtud de su
carácter vital y sagrado, y con la cual establecieron relaciones análogas a las
que Habermas denomina “fraternales”.
En fin, que basta apelar al testimonio de numerosos
arqueólogos y antropólogos culturales -como es en nuestro medio el caso de
Rodolfo Kusch- para comprender que en dichas sociedades no se ha confundido el
disponer de la naturaleza con su dominio sistemático total ilimitado, en fin,
con su devastación. Sociedades que poseían técnicas muy desarrolladas y
elaboradas, dedicadas a usos pacíficos, y cuyo error (¿biológico?) fue el no
haber desarrollado tecnologías destinadas a la muerte y al exterminio, al
momento de la conquista. Estas sociedades son, precisamente, las que han subordinado
el ámbito de la acción instrumental al de la interacción, fundando la técnica
en la totalidad de su horizonte simbólico y cultural, y no a la inversa, como
lo ha hecho la sociedad moderna occidental para finalmente arribar al desquicio
tecnocrático del cual se lamenta Habermas, como si fuese una “aberración” del
decurso histórico y no su necesaria conclusión.
Naturalmente que, desde el punto de vista de Habermas,
estas sociedades serán consideradas “premodernas”, “particularistas”,
“tradicionalistas”, etc. Más allá de las valoraciones que estas realizaciones
históricas nos merezcan -y del necesario respeto que su propia dignidad exige,
aun cuando no se trate de la suprema dignidad del burgués, cuyo fin preocupa
tanto a Habermas-, son evidentes los prejuicios etnocentristas e iluministas de
Habermas. Es evidente la pretensión universalizadora de su pensamiento, para el
cual el cuerpo, el trabajo y la naturaleza son dispositivo, medio y objeto de
dominio respectivamente. Sin embargo, hay otras posibilidades de realización
del cuerpo que no culminan necesariamente en la técnica. Es de pensar,
entonces, que donde cuerpo y naturaleza se entienden de otro modo, no surge una
técnica totalizante y oclusiva. Del mismo modo -por analogía- cabe pensar, como
posibilidad al menos, que desde la redefinición política de un mundo histórico
-lo cual implica una decisión, una voluntad y una conciencia, y no meramente
una determinación técnica o reglas racionales- podría surgir una orientación
distinta de la técnica, que la afectaría no sólo en sus usos y aplicaciones,
sino en su estructura misma. Subrayamos
lo de “redefinición política”, puesto que para Habermas no hay en verdad acción
política, sino más bien su substitución por las reglas racionales constitutivas
del diálogo.
Señalamos hace un momento que Habermas niega la
conexión necesaria entre ciencia y técnica moderna y sociedad tecnocrática.
Pareciera que comparte el prejuicio de que la ideología tecnocrática es una
desviación ínsita en su propia determinación, en su ausencia de límites, en su
pretensión de autofundamentarse y fundamentar la totalidad de la experiencia
humana. Es aquí donde se advierte más claramente el vigor del prejuicio
iluminista en Habermas, quien en tren de salvar la ideología burguesa -en lo
que tiene de universalista y racional- termina haciéndose cargo de sus excesos
y defectos. Por sobre todo, termina confiando en la solución de los problemas a
través del diálogo racional, ilustrado, verdadero substituto de la acción y,
fundamentalmente, él también ideológico, en cuanto oculta y calla las
condiciones desde las cuales se ejerce y desarrolla. De este modo, se ve
obligado a resguardar la disociación entre la acción instrumental y la acción
comunicativa, otorgando a ésta una pureza ideal, como si pudiera preservarse la
ilusión del diálogo libre de coacción sobre la base de la desigual distribución
del poder, la inequidad y la injusticia, como si se pudiera suponer como
existente aquello mismo que se desea lograr y que debe ser (17).
Una vez más, y ante la ausencia de alternativas
políticas, ante la disolución de la política misma que implica la sociedad
tecnocrática, los europeos críticos que quieren escapar tanto al imperio de la
tecnotrónica como al nihilismo o al irracionalismo, buscan la salvación
apelando a la razón -como exigía Husserl de los buenos europeos-. El problema
no reside, por supuesto, en que se dirijan a ella, sino en el modo de
racionalidad que reivindican, que, en definitiva, los conduce a aporías
insolubles.
Notas
1 Con el concepto “revolución científico-tecnológica”
aludimos, en primer lugar, a los descubrimientos y nuevos aprovechamientos en
el área energética, al desarrollo de la biogenética, la producción de nuevos materiales
y, muy particularmente, a la aplicación de la tecnología electrónica a la
información y las comunicaciones, a los procesos de automatización generados
por la robótica, a los sistemas de expertos y a la inteligencia artificial. Los
cambios operados en estos terrenos contribuyen a profundizar los reordenamientos
políticos y económicos mundiales, produciendo una verdadera transmutación del
horizonte cultural. Por primera vez, la ciencia y la tecnología están en
condiciones de garantizar la rápida y eficaz planificación, producción y
circulación, administración y control de bienes y mensajes.
2 Para una descripción e interpretación más detalladas
de los problemas de la sociedad post-industrial, cf. nuestros trabajos
“Identidad y mundo transnacional”, en Nuevo Proyecto, I (1985), 1, y “Ciencia,
tecnología y transnacionalización del poder”, en: Azcuy, E. y otros, Identidad cultural,
Fernando García Cambeiro, Buenos Aires (en prensa).
3 Cf. Verón, E., “Semiosis de lo ideológico y del
poder”, en Espacios, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de
Buenos Aires, Nro. 1, diciembre de 1984, pp.
43-51.
4 Wolfe, A., Los límites de la legitimidad, tr. cast.,
Siglo XXI, México, 1980, p. 347.
5 Cf. Gouldner, A., La dialéctica de la ciencia y la
ideología, tr. cast., Alianza, Madrid, 1978.
6 Citado por Habermas, J., Ciencia y técnica como
“ideología”, tr. cast., Tecnos, Madrid, 1984, p. 55.
7 Citado por Habermas, J., op. cit., p. 58.
8 Habermas, J., op. cit., p. 61.
9 Cf. Gabas, R., Jürgen Habermas: dominio técnico y
comunidad lingüística, Ariel, Barcelona, 1980, pp. 464-595.
10 Habermas, J., op. cit., p. 91.
11 Habermas, J., op. cit., p. 90.
12 Habermas, J., op. cit., p. 96.
13 Habermas, J., op. cit., p. 98.
14 En una mezcla de “biologismo” y “kantismo”, como
señala Gabás.
15 Habermas, J., op. cit., p. 63.
16 Cullen, C., “Jürgen Habermas o la astucia de la
razón imperial”, en Revista de Filosofía Latinoamericana, II, Nos. 3/4, Buenos
Aires, enero-diciembre de 1976, pp. 3-65.
17 Cf. Bubner, R., La filosofía alemana contemporánea,
tr. cast., Cátedra, Madrid, 1984, p. 229.
Artículo publicado en la Revista de la Asociación de
Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales
* Profesora en Filosofía y Letras y
Doctora en Filosofía (FFyLL UBA). Profesora Consulta (Fac. Ciencias Sociales
UBA). Investigadora del Instituto de Investigación en Ciencias Sociales “Gino
Germani” (Fac. Ciencias Sociales UBA).