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02/02/43

 22/04/2024   1635

La transnacionalización de la economía y de la información posibilitadas por la revolución científico-tecnológica (1) desencadena un proceso creciente de centralización económica y descentralización política. Se trata de una verdadera crisis del poder, puesto que las instituciones políticas tradicionales son cuestionadas en su eficacia, representatividad y legitimidad, y vaciadas progresivamente de contenido. La desconfianza en el orden institucional genera una auténtica crisis de lealtades, la pérdida del consenso y el abandono de los marcos valorativos y normativos que cohesionaban el tejido social.

Los Estados Nacionales se ven sometidos a una doble tensión: por un lado, deben satisfacer las exigencias de acumulación y control del capital de las corporaciones; por el otro, deben cumplir su función social, atendiendo los requerimientos de la sociedad civil. La crisis económica contemporánea -descripta por muchos autores como la crisis del capitalismo tardío- agudiza estas tensiones, en la medida en que el Estado no puede seguir promoviendo el bienestar, ni producir gratificaciones a través del consumo.

Esta situación fomenta la creencia en la ineficiencia de las instituciones políticas y justifica la conducción y control tecnoburocrático del poder (complejo económico, político y científico). Se legitima así la necesidad del control tecnocrático de los asuntos públicos y se justifican los límites de la democracia.  A su vez, y a medida que se despolitiza a la sociedad -que desvincula su participación de las instituciones y se retrae en su privacidad- se intenta promover la recreación insular de sus motivaciones, a través de distintos modos, tales como la participación y comunicación a través de circuitos electrónicos, la acción puntual y fragmentada de grupos de interés, etc. Es decir, se intenta repolitizar la sociedad civil e “insuflarle” motivaciones, de modo de asegurar la mínima cohesión para mantener vivo el tejido social, pero bajo formas altamente controlables -en la medida de su transitoriedad, fragmentación y diversidad-.

Sin duda alguna, el problema fundamental en el tránsito a la sociedad post industrial (2) es el de generar nuevas lealtades e inducir a la creación de nuevas formas consensuales que legitimen la destrucción del viejo orden y consoliden la promoción de la nueva sociedad. Si se logra esto, ninguna barrera se interpondrá ante los futuros imaginados por los futurólogos. Desde esta perspectiva, y ante el debilitamiento de creencias, valores e ideologías, la revolución científico tecnológica se constituye en la legitimación ideológica del tránsito hacia la nueva sociedad, en la medida en que aparece como una instancia autónoma, objetiva, neutra, ajena, absoluta que, fuera de los avatares de la vida concreta de los hombres, tiene la capacidad de conducirlos hacia los nuevos tiempos.

Se transforma, así, en la garantía del cambio deseado, en el eje aglutinante alrededor del cual se nuclean los partidarios de la necesaria modernización.  En verdad, se constituye en la creencia, la ideología, el ‘partido político’ que puede convocar y obtener adhesión a sus propuestas, en medio de la crisis generalizada, sustituyendo los valores y creencias tradicionales y generando nuevas motivaciones.

Vamos a analizar seguidamente esta función ideológica del complejo científico-tecnológico, toda vez que se presenta como sujeto y fundamento totalizante, omniabarcador y omniexplicativo de la historia. Al respecto, debemos distinguir: a) la vinculación de la ciencia y la técnica con el horizonte histórico y simbólico del cual surge, compromiso que se expresa en el acotamiento de su objeto, en la elección de sus núcleos temáticos y en la configuración de sus categorías conceptuales, en la determinación de sus métodos y en la proyección de sus dispositivos técnicos y b) la ciencia como poder de legitimación, a través del monopolio de la verdad entendida como eficacia. Desde este andamiaje conceptual, emerge la presunta autonomía del imperativo tecnológico -se debe hacer todo aquello que técnicamente se pueda hacer- que esconde su propia historicidad y el juego de intereses que lo ponen en marcha.

En relación con nuestra hipótesis -ciencia y tecnología como poderes legitimantes de la sociedad post-industrial, especialmente en el momento de transición hacia ella- efectuaremos algunas reflexiones en torno al concepto de ideología.

Podemos distinguir distintos aspectos de las ideologías y caracterizarlas de modo muy diverso. En sentido general, están constituidas por un grupo más o menos sistemático y coherente de ideas, que se originan en determinados intereses y valores de un grupo social y/o político, y cuya función básica es proporcionar un marco explicativo con el fin de orientar la acción, para ratificar o rectificar parcial y/o totalmente la realidad.

La tradición cientificista -en su vertiente marxista o liberal- suele descalificar el pensamiento ideológico en nombre de la ciencia, olvidando que las mismas críticas que efectúa a los “ideólogos” pueden caberle exactamente a sus propias posiciones. Aquéllas giran, fundamentalmente, en torno a la deformación y distorsión de lo real que efectúan las ideologías, en función de los intereses -ocultos y silenciados- que las ponen en juego. Como contraposición, se enfatiza el carácter “transparente” de la ciencia, su objetividad, neutralidad valorativa, universalidad, necesidad, etc., condiciones todas afincadas en el autodespliegue  del pensamiento que, fundamentándose a sí mismo, garantiza plenamente su  autonomía, su autosuficiencia y la búsqueda crítica de la verdad.

Si bien podría decirse -y con razón- que, hoy, difícilmente alguien sostendría desde la propia ciencia tan gruesas pretensiones, hay que señalar, sin embargo, que más allá de los cuestionamientos internos que científicos y epistemólogos  efectúan, dichos prejuicios siguen operando como Weltanschauung generalizada,  en especial en lo que se refiere a la función que ciencia y técnica desempeñan en el  conjunto de la vida humana. Esta verdadera “creencia” en la ciencia, cuya apología no tiene nada de “científica”, configura un curioso caso de justificación basado en las características de su, aparentemente al menos, declarada enemiga.

No es nueva, por otra parte (y no abundaremos en esta cuestión) la pretensión de la ciencia moderna -la que tuvo sus orígenes en Galileo Galilei de convertirse, más allá de la intención y acción de los propios científicos, en el conocimiento rector, no sólo en otros tipos de saber -(cotidiano, religioso,  mítico, ideológico), sino de la acción (mediante la construcción de una ética y una  política “científicas”) y del querer. Es decir, no es nueva la pretensión de reducir todo saber y toda acción a los paradigmas conceptuales y metodológicos de la ciencia triunfante.

Si, como señala Verón (3), la ideología es, en verdad, una gramática de generación de sentido, una dimensión presente en todo discurso, que se define a partir de la relación existente entre el conjunto significante y las condiciones de producción, todo discurso es, en cuanto a sus orígenes, ideológico.

Pero, por otra parte, si es verdad también, como agrega el propio Verón, que desde el punto de vista de los efectos, un discurso es ideológico cuando instaura una referencia a lo real que reclama una creencia absoluta, mostrándose como el único discurso posible sobre aquello de que se habla, no es arriesgado  afirmar que la ciencia y la técnica modernas -y su epifenómeno contemporáneo,  la revolución científico-tecnológica- tienen un efecto claramente ideológico en cuanto presumen ser la dirección necesaria del progreso y la encarnación misma de la verdad -aun cuando científicos y epistemólogos discutan en sus gabinetes y laboratorios el carácter provisorio de sus afirmaciones, aun cuando insistan  en su dimensión crítica y problemática-. (Por otra parte, Kuhn ha indicado con claridad que una vez establecidos los paradigmas científicos, la “ciencia normal” que en base a ellos se desarrolla carece de reflexividad crítica. Feyerabend, a su vez, ha mostrado la falsedad de la creencia en los métodos fijos y universales de la ciencia, etc.). En fin, que aun cuando científicos y epistemólogos exageren en su humildad, la ciencia y la tecnología (ésta no es, en modo alguno, su apéndice y aplicación práctica, sino la fuerza que hoy impulsa a aquélla a desarrollarse) son hoy, más que ayer y como nunca, la garantía del progreso y de la verdad, en cuanto ésta se define operativamente en función de los efectos producidos. 

Así, la ideología de la ciencia y la tecnología es transmitida y venerada acríticamente por los propios científicos, tecnólogos, políticos y hombres del común, y no hay argumento científico que pueda demostrar sus límites y su parcialidad. Cuando esto ocurre, suele suceder que dicha crítica es descalificada por “irracional”, “acientífica”, “ideológica”, etc. En verdad, el poder de la ciencia y la técnica como ideologías determinadoras de la verdad -o del único modo válido de aproximarse a ella- es omnímodo -tan omnímodo como el poder efectivo que por su medio se juega-, y el terrorismo intelectual que ejercen dejan muy pocos resquicios, por no decir ninguno, para cualquier crítica que pretenda -ella también- ejercerse en nombre de la razón. Lejos de sostener aquí tesis alguna “en contra” de la ciencia y la tecnología, queremos tan sólo señalar su función ideológica, la incapacidad que revelan para asumir en cuanto tales sus propios límites y supuestos, y su defensa fanática del monopolio de la razón. Justamente la sociedad post-industrial hace de dicho dogma su creencia básica, puesto que la dirección tecnocrática de la sociedad -conjuntamente con la tecnificación de la existencia- serán garantías de una vida armónica, equilibrada y “feliz”. En suma, si el efecto ideológico de un discurso consiste en presentarse como una totalización cerrada sobre sí misma, absoluta, ausente de espíritu reflexivo, la ciencia y la tecnología actuales producen dicho efecto que, por otra parte, se constituye como un poder capaz de afectar y organizar la trama del tejido social.

En este sentido, la futurología, en sus diversas variantes, opera como un metadiscurso cuyo objeto es, precisamente, la ciencia y la técnica como ideologías.  En cuanto metadiscurso es, a su vez, él también ideológico, puesto que se pone como absoluto y verdadero y esto en función de su presunta “cientificidad”.

Por otra parte, en la sociedad contemporánea, se da una situación inédita, en la cual la disputa ideológica pareciera ceder lugar al arbitraje técnico de medios y fines, y en la cual pareciera no haber genuinas alternativas políticas que movilicen las energías y voluntades de los individuos y los grupos en torno a proyectos de cambio social. Más bien, se cree que todo cambio social provendrá automáticamente de la progresiva tecnificación de la experiencia, con lo cual sólo cabe esperar pasivamente en que ciencia y tecnología sigan “avanzando”, que los expertos conduzcan los procesos y que se produzcan las gratificaciones y compensaciones necesarias que legitimen dicha confianza. Los ideólogos de la sociedad post-industrial insisten permanentemente en la caducidad de las ideologías del “industrialismo” (liberalismo y socialismo, disputa en la cual el Tercer Mundo no tercia por “carecer de ideología propia”). Sólo queda la revolución científico-tecnológica como sustento conceptual y valorativo de la vida social: se debe creer en que ella mejorará a la humanidad y asegurará el progreso, o bien habrá que refugiarse en las contraideologías de la negatividad, apocalípticas, irracionalistas, etc., que ratifican, por la negativa, el tiempo de aquélla.

Como  señalamos reiteradamente, si el mundo moderno como configuración epocal  se desintegra y decae, si la burguesía, el proletariado o los pueblos no son ya  más sus sujetos históricos, si los Estados nacionales son cuestionados y ven cada  vez más debilitado su poder, si las ideologías trabajosamente creadas durante  siglos se desmoronan, sólo la confianza en la ciencia y la tecnología como poder  organizador de la existencia sostienen el tejido social que ve paulatinamente  destruidas sus creaciones y fundamentos y que no avizora nada en su reemplazo.  Los que conforman el complejo militar-industrial-político-tecnológico, cuyos intereses buscan mantener y acrecentar, se apresuran en garantizar futuros seguros que, como señalada acertadamente Gouldner, no serán “mejores”, porque sencillamente no hay nada para proponer, sino tan sólo la armonía e integración como fines en sí mismos. (Wolfe dice al respecto que las elites combinan un sentido práctico feroz con el utopismo ingenuo, justificando simultáneamente el poder existente y la añoranza de la homeostasis, el anhelo de orden y control) (4).

Sin embargo, las ideologías cumplen también una función positiva, en cuanto movilizan los intereses de los individuos a partir de una determinada interpretación de la realidad y en torno a una propuesta de acción. Caso que no se da en la ciencia y la tecnología como ideologías, puesto que éstas, en vez de movilizar, acallan los conflictos éticos y políticos y se presentan como administradoras de la racionalidad, que tan sólo debe cumplir fines ya dados y técnicamente determinados. En este sentido, señala Gouldner, la ideología tecnocrática es la ideología de la no-ideología, la represión del problema ideológico mismo.

Pero volvamos a la caracterización general de las ideologías. Estas -según Gouldner (5)- son interpretaciones de la vida cotidiana, que permiten adquirir distancia respecto de la misma, creando nuevas solidaridades y persiguiendo más eficazmente sus objetivos, sin verse limitadas por los lazos particularistas o las lealtades familiares y vecinales. Constituyen una teoría secularizada y racionalizada sobre el mundo; desarraigan a las personas de las estructuras sociales más inmediatas y les permiten perseguir proyectos que han elegido; fundamentalmente, buscan la acción sin basarse en la autoridad o la tradición.  Se subrayan, así, los elementos clave de toda formación ideológica: a) el tipo de discurso racional, que describe e informa respecto de la realidad, con el propósito de orientar la acción -y que, como tal, tiene carácter normativo- y b) el fundamento de dicho discurso: la propia racionalidad. Por un lado, es objetivo, puesto que se refiere a lo que es, pero en cuanto discurso moderno -Gouldner sigue en esto a Habermas, quien señala que no hay ideologías preburguesas- se funda en pruebas racionales, respecto de las cuales se busca inducir el consenso voluntario sobre la base de la argumentación.

Las ideologías tienen límites: en primer lugar su pretensión de objetivismo.  Gouldner señala que en ellas pareciera que hablara el mundo y no los hombres.  Un rasgo básico de las ideologías es, pues, ocultar las condiciones sustanciales del lenguaje de la sociedad de las que depende la construcción del discurso, silenciando los intereses y deseos, el modo en que éstos se sitúan socialmente y se mantienen estructurados. Si bien, por un lado, responden a la exigencia moderna de la autofundamentación, por el otro se desvían de la otra norma de la racionalidad moderna: la que exige reflexividad, autoexamen, en fin la que requiere problematizar los límites de la propia racionalidad. Justamente el pensamiento ideológico olvidará rápidamente que el fundamento de dicha objetividad es la propia subjetividad y tomará  dicha descripción e informe de lo real como la realidad misma, expresión sin más de la cosa, desconociendo sus propias condiciones de producción, sus alcances y límites.

Esto ocurre -es fundamental subrayarlo- con todos los discursos modernos y no sólo con las ideologías. El objetivismo opera como prejuicio tanto en las ideologías como en los críticos de las mismas. En las primeras, porque presentan su propio discurso como suprahistórico y supracultural, mostrándolo como “la” palabra que silencia su propio fundamento; en los segundos, porque reprochan a las primeras el distorsionar la realidad, en cuanto ponen de manifiesto sus relaciones con la subjetividad -intereses, deseos, etc.-, exigiéndoles, a la postre,  que “salten sobre su propia sombra”. Ambos, en fin, pretenden ignorar el papel que la vida histórico-cultural, la tradición y los prejuicios juegan en la producción de las creencias y el conocimiento.

Sin embargo, y a pesar de este límite manifiesto, Gouldner reconoce el papel movilizador de las ideologías, su capacidad para problematizar el mundo y para afirmar al yo como potencia para desafiar lo real, su sensibilidad temporal  -orientada hacia el futuro-. En síntesis, dice, la ideología pone de manifiesto el conflicto entre la parte y el todo, el individuo y la sociedad, los intereses públicos y privados, puesto que vincula los intereses parciales con las pretensiones del todo, y revela el sentido y valor público oculto de los intereses creados, protegiendo contra la anomia egoísta. A la vez, unilateralmente, niega su parcialidad y oculta que, ella también, está adherida a los intereses privados. Resigna, de este modo, la autorreflexión crítica (los límites de la ideología no estriban, en verdad, en su defensa interesada de una parcialidad, sino en su no reconocida pretensión de identificarlos con el todo sin más). La raíz de toda ideología consiste, pues, en acentuar la adhesión a la totalidad y ocultar su compromiso con los intereses privados.

El mismo Gouldner señala el parentesco y las mutuas acusaciones entre ciencia social e ideologías. Siendo ambas informes racionales de lo que es, su diferencia fundamental estriba en que la primera no moraliza, no pretende dictar normas para la acción, mientras que a la segunda le interesa tanto la normatividad como la función informativa. Sin embargo, lo que la ciencia social olvida es que todo informe es siempre atinente a valores, porque sus afirmaciones tienen siempre implicaciones sobre lo que puede o no hacerse. La ciencia social pretende tener superioridad cognoscitiva, creyendo que su rechazo de la unión entre teoría y praxis le proporciona una carencia de pasión e interés que la torna objetiva. Sin embargo, esta creencia es falsa -suponiendo que fuese deseable-, ya que, desde sus orígenes con Saint-Simon y Comte, surge como intentos de reconstrucción de la sociedad. Ambas se perturban mutuamente: la ciencia social exige a la ideología justificación empírica, la ideología critica a la ciencia social el ocultar su basamento social y su posición filosófica, rechazando la idea de que la ciencia sea autofundada y autosuficiente, y efectuando una crítica de la Lebenswelt científica.

De este modo, podríamos agregar, científicos e ideólogos se acusan mutuamente de lo mismo: a los ojos de los primeros, la ciencia es el discurso que en virtud de su conceptualización y metodología se aproxima a la verdad y, por  ello, los otros discursos son descalificados por falta de rigor y de fundamentación.  A los ojos de sus críticos, esta sacralización de la ciencia y sus métodos es denunciada en cuanto oculta las condiciones de las cuales emerge, extrapola sus procedimientos y criterios a otros tipos de saber, y universaliza y privilegia su modo de acceso a la verdad. Ambos, en fin, se reprochan mutuamente su dogmatismo. Según la perspectiva de Gouldner, ambas tienen razón, puesto que siendo igualmente unilaterales -aunque en distintos sentidos- ambas pecan por desconocer esa unilateralidad y por negarse a reflexionar sobre sus propias condiciones y supuestos. Por ello propone, desde una teoría crítica de la sociedad, que se incorpore el necesario momento crítico reflexivo que posibilite superar el prejuicio de la absolutización.

Sin embargo, no sólo se ha mostrado la inserción de las ciencias sociales en un determinado proyecto histórico y sus vinculaciones con la trama del poder, sino que se ha señalado también el carácter histórico de las ciencias “puras”.  Husserl y Heidegger analizaron este rasgo básico de la racionalidad científica moderna, y Marcuse ha ido más allá, poniendo de manifiesto el contenido político de la razón técnica, y convirtiendo este análisis en el punto de partida para una teoría crítica de la sociedad industrial.

En este caso, se argumenta no ya el carácter ideológico del cientificismo y de la tecnocracia, sino que se señala el carácter ideológico de la propia ciencia y técnica moderna, subrayando que no sólo su uso, sino sus conceptos, métodos y técnicas, sus principios mismos, se constituyen en función del horizonte político de la dominación en el cual surgen y al cual sirven. Ciencia y técnica son, en sí mismas, ideológicas. Dice Marcuse: “El concepto de razón técnica es quizás él mismo ideología. No sólo por su aplicación, sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres: un dominio metódico, científico, calculado y calculante. No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se advengan a la técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del mismo aparato técnico. La técnica es, en cada caso, un proyecto histórico social, en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y con las cosas.  Un tal propósito de dominio es material, y en este sentido pertenece a la forma misma de la razón técnica” (6). Marcuse considera que el operacionalismo teórico propio de los principios constitutivos de la ciencia moderna se corresponde con el operacionalismo práctico, de modo que “El método científico, que conducía a una dominación cada vez más eficiente de la naturaleza, proporcionó después también tanto los conceptos puros como los instrumentos para una dominación cada vez más efectiva del hombre sobre el hombre a través de la dominación sobre la naturaleza. Hoy la dominación se perpetúa y amplía no sólo por medio de la tecnología, sino como tecnología; y ésta proporciona la gran legitimación a un poder político expansivo que engulle todos los ámbitos de la cultura (...). La racionalidad tecnológica (...) respalda de este modo la legalidad del dominio; y el horizonte instrumentalista de la razón se abre a una sociedad totalitaria de base racional” (7).

Mucho se ha criticado esta tesis de Marcuse y desde distintos ángulos.  Verón señala su carácter apocalíptico, su creencia en que la sociedad está dominada por una sola gramática, por un único medio de producción del sentido presente en todos los niveles del funcionamiento social, desconociendo que las redes de producción social del sentido están perpetuamente sacudidas por los mecanismos dinámicos de la sociedad, es decir, que hay desorden, desajuste y conflicto. Sin embargo -y como ya veremos a través de la reflexión que efectúa  Habermas sobre la tesis de Marcuse- lo inédito en esta etapa histórica es, como ya  adelantamos, que se dan las posibilidades de que la tecnología se transforme en  la dimensión predominante de la existencia, absorbiendo las otras modalidades  de la acción y entronizando efectivamente el ideal tecnocrático de dirimir las  cuestiones prácticas técnicamente, con lo cual la esfera de los conflictos sería  transmutada o directamente reprimida, en aras de una visión autorregulada de  los procesos. Pero aun cuando esto sucediera, la reproducción automática del sistema de dominación no dejaría de ser una ilusión, una fantasía que se desea se torne creíble, para desalentar, finalmente, toda resistencia posible. Aún así, cabe preguntarse quiénes deciden, quiénes controlan, por qué, y con qué fines.

Volviendo a la tesis de Marcuse, Habermas interpreta que la exigencia de Marcuse de revolucionar previamente la ciencia y la técnica para garantizar la emancipación respecto del dominio político, es una quimera. Basándose en la antropología de Gehlen, quien afirma que hay una conexión inmanente entre la  técnica y la naturaleza humana -ya que aquélla no hace sino descargar al hombre de sus funciones orgánicas básicas, cumpliéndose esta evolución mediante  una suerte de ley que se impone a sus espaldas o instintivamente- concluye  Habermas que no se puede renunciar a nuestra técnica, a menos que cambie la estructura de la naturaleza humana y mientras tengamos que mantener nuestra  vida por medio del trabajo -dominio sobre la naturaleza- y valemos de los  medios que lo substituyen. La técnica es, pues, un proyecto de la especie humana en su conjunto, y no un proyecto históricamente superable (8).

Más allá de que Marcuse insiste más bien en el carácter político (o estético-político) de la emancipación, de modo que un cambio en la dirección del progreso tendría que influir en la determinación y estructura de la ciencia, Habermas critica a Marcuse por su visión utópica de la naturaleza -una naturaleza sujeto, con la cual se mantendrían vínculos fraternos, ajena al dominio y la explotación ilimitada, en la cual el trabajo no implicaría violencia-.

Para Habermas, fiel a la concepción marxista de la naturaleza y del trabajo, esta concepción de Marcuse no hace sino resucitar el mito de la naturaleza previa a la “caída”. La técnica se inscribe, necesariamente para Habermas, en el ámbito de la acción instrumental con respecto a fines, cuya estructura es monológica. A través del trabajo, entendido como dominio sobre la naturaleza, ella cumple sus fines. A su vez, se distingue de la acción comunicativa, ámbito de la interacción mediada simbólicamente y orientada por normas obligatorias de acción, que definen expectativas recíprocas de conducta que han de ser reconocidas intersubjetivamente y que originan el marco institucional de la sociedad (9). 

Habermas señala que hoy la técnica está fusionada con el marco institucional, absorbiendo cada vez más el ámbito de la interacción, de modo tal que las cuestiones prácticas se ponen cada vez más entre paréntesis y la acción técnica avanza sobre las otras dimensiones de la existencia. De este modo, la acción del hombre queda determinada por estímulos externos, más que por normas, y aumenta el comportamiento adaptativo que erosiona la interacción (10).  Coincide con Marcuse al reconocer que la ciencia y la técnica cumplen una función ideológica al legitimar las relaciones de poder, pero discrepa en cuanto no cree que haya un vínculo necesario entre ciencia y técnica y tecnocracia, es decir, que ciencia y técnica sean en sí mismas formas del dominio político. Por ello, no postula una reestructuración de la técnica -lo considera, por otra parte, imposible-, sino que recurre a su propio marco categorial para proporcionar una explicación y solución del problema. Lo ideológico de la ciencia y la técnica -su carácter tecnocrático- reside en el encubrimiento de la diferencia entre acción instrumental e interacción. Este encubrimiento hace que se produzca una suerte de “fetichización” de la ciencia y de la técnica, por cuyo medio se finge una racionalidad legitimadora del dominio. Sin embargo, reconoce Habermas que esta conciencia tecnocrática -cuyo máximo peligro reside en que el hombre quede integrado a su propio aparato técnico como homo fabricatus (11)- es menos ideológica que otras ideologías y más irresistible que las anteriores (12), porque, al encubrir las preguntas prácticas, no sólo justifica el dominio sino que afecta al interés mismo de la emancipación de la especie como tal. (Lo bueno sería el ideal adaptativo, antes que la movilización de las energías para el cambio). Además, no sólo finge cumplir los intereses de los hombres, sino que, en parte, los satisface bajo la distribución de las compensaciones sociales que asegura el asentimiento de las masas: la gratificación a través del consumismo (13). (Sin embargo, y como señala Gouldner, Habermas se equivoca al acentuar tanto las diferencias entre las viejas y la nueva ideología. En un sentido, se parecen bastante, en lo que respecta a que siguen ocultando los intereses de la dominación que las ponen en juego; por otra parte, la crisis del consumismo obliga a echar mano de justificaciones ideológicas más directas, y no a través del rodeo de la compensación y gratificación que la tecnología produce). En fin, sintetiza Habermas, al hombre se lo aleja de la existencia intersubjetiva y se lo fija en un sistema de acción instrumental, donde los modelos de la ciencia pasan al mundo sociocultural de la vida, transformándose la ciencia en un dominio impersonal que decide la vida humana. Como respuesta, propone Habermas restablecer la interacción en autonomía frente a la esfera técnica del trabajo y la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas.

Recapitulando, Habermas señala que la técnica es un a priori trascendental (14) más que un a priori histórico, a diferencia de Marcuse, para quien ciencia y técnica son, en sí mismas y en virtud de sus principios constitutivos, ideológicas y, por lo tanto, históricamente superables. Para Habermas lo peligroso del mundo contemporáneo estriba en la transformación de la técnica, la represión de la ética y la eliminación de la política, pero sin reconocer que haya vinculación entre la industrialización y la conciencia tecnocrática.

Para finalizar, algunas reflexiones críticas. Creemos que Habermas incurre en un error al confundir determinadas formas históricas del trabajo y del lenguaje con los modos esenciales de constitución de los mismos y, en este sentido, creemos también que la historia -en su despliegue de la diversidad cultural- da la razón a Marcuse. Tampoco puede confundirse la necesidad -por cierto universal- de relacionarse con la naturaleza, con un modo singular y peculiar de dicha relación, para luego universalizarlo sin más.

Dice Habermas: “Sea como fuere, las realizaciones de la técnica son irrenunciables, no podrían ser substituidas por una naturaleza que despertara como sujeto” (15). Habermas tiene parte de razón, al afirmar el carácter “irrenunciable” de las realizaciones técnicas; más aún, dado el grado de planetarización de la actual etapa histórica. Pero, de todos modos, dicha irrenunciabilidad constituye ella misma un problema, más bien que el punto final del mismo. No es sólo resguardando el ámbito de la interacción como podría solucionárselo -supuesto que esto fuese posible, ya que justamente la tecnocracia es la eliminación de la interacción-, sino redefiniendo la dirección de la técnica -sin renunciar a ella- y  en función de los intereses de la interacción. El problema reside, creemos, en que para Habermas ambos sistemas son y deben ser autónomos, y así como critica la subordinación de la interacción a la acción instrumental, no exige que ésta se subordine a aquélla, sin advertir, por otra parte, que, por su misma dirección -históricamente definida- ésta siempre tenderá a expandirse y a absorber los otros subsistemas de acción. Cabe también pensar -como lo demostrara lúcidamente Cullen (16)- que la visión de la interacción en Habermas está profundamente teñida de instrumentalismo, lo cual lo lleva a exigir la manipulación “técnica” de la naturaleza interior, cuestión que se torna evidente en su fundamentación de la acción por medio de las reglas racionales del diálogo libre de coacción, mediante una verdadera “ilustración” de la comunicación “ingenua”.

Volviendo al punto anterior, Habermas parece ignorar que si el modo técnico se funda, como pretende Gehlen, en una antropología universal, no se podría explicar por qué otras culturas no han producido una técnica como la europea occidental, a menos que se les niegue la posesión de un horizonte  técnico -lo cual es absurdo- o que se despache el problema apelando a los ya remanidos argumentos acerca de su inferioridad y de su atraso, es decir, a menos  que se sustente una visión unilineal del desarrollo histórico -que, por otra parte,  no contradiría en lo más mínimo el neomarxismo de Habermas-.

Dichas sociedades, a su vez, fueron las que sustentaron una concepción de la naturaleza no ya como objeto de dominio técnico, sino como ámbito del cual disponer respetuosamente en virtud de su carácter vital y sagrado, y con la cual establecieron relaciones análogas a las que Habermas denomina “fraternales”. 

En fin, que basta apelar al testimonio de numerosos arqueólogos y antropólogos culturales -como es en nuestro medio el caso de Rodolfo Kusch- para comprender que en dichas sociedades no se ha confundido el disponer de la naturaleza con su dominio sistemático total ilimitado, en fin, con su devastación. Sociedades que poseían técnicas muy desarrolladas y elaboradas, dedicadas a usos pacíficos, y cuyo error (¿biológico?) fue el no haber desarrollado tecnologías destinadas a la muerte y al exterminio, al momento de la conquista. Estas sociedades son, precisamente, las que han subordinado el ámbito de la acción instrumental al de la interacción, fundando la técnica en la totalidad de su horizonte simbólico y cultural, y no a la inversa, como lo ha hecho la sociedad moderna occidental para finalmente arribar al desquicio tecnocrático del cual se lamenta Habermas, como si fuese una “aberración” del decurso histórico y no su necesaria conclusión.

Naturalmente que, desde el punto de vista de Habermas, estas sociedades serán consideradas “premodernas”, “particularistas”, “tradicionalistas”, etc. Más allá de las valoraciones que estas realizaciones históricas nos merezcan -y del necesario respeto que su propia dignidad exige, aun cuando no se trate de la suprema dignidad del burgués, cuyo fin preocupa tanto a Habermas-, son evidentes los prejuicios etnocentristas e iluministas de Habermas. Es evidente la pretensión universalizadora de su pensamiento, para el cual el cuerpo, el trabajo y la naturaleza son dispositivo, medio y objeto de dominio respectivamente. Sin embargo, hay otras posibilidades de realización del cuerpo que no culminan necesariamente en la técnica. Es de pensar, entonces, que donde cuerpo y naturaleza se entienden de otro modo, no surge una técnica totalizante y oclusiva. Del mismo modo -por analogía- cabe pensar, como posibilidad al menos, que desde la redefinición política de un mundo histórico -lo cual implica una decisión, una voluntad y una conciencia, y no meramente una determinación técnica o reglas racionales- podría surgir una orientación distinta de la técnica, que la afectaría no sólo en sus usos y aplicaciones, sino en su estructura misma.  Subrayamos lo de “redefinición política”, puesto que para Habermas no hay en verdad acción política, sino más bien su substitución por las reglas racionales constitutivas del diálogo.

Señalamos hace un momento que Habermas niega la conexión necesaria entre ciencia y técnica moderna y sociedad tecnocrática. Pareciera que comparte el prejuicio de que la ideología tecnocrática es una desviación ínsita en su propia determinación, en su ausencia de límites, en su pretensión de autofundamentarse y fundamentar la totalidad de la experiencia humana. Es aquí donde se advierte más claramente el vigor del prejuicio iluminista en Habermas, quien en tren de salvar la ideología burguesa -en lo que tiene de universalista y racional- termina haciéndose cargo de sus excesos y defectos. Por sobre todo, termina confiando en la solución de los problemas a través del diálogo racional, ilustrado, verdadero substituto de la acción y, fundamentalmente, él también ideológico, en cuanto oculta y calla las condiciones desde las cuales se ejerce y desarrolla. De este modo, se ve obligado a resguardar la disociación entre la acción instrumental y la acción comunicativa, otorgando a ésta una pureza ideal, como si pudiera preservarse la ilusión del diálogo libre de coacción sobre la base de la desigual distribución del poder, la inequidad y la injusticia, como si se pudiera suponer como existente aquello mismo que se desea lograr y que debe ser (17).

Una vez más, y ante la ausencia de alternativas políticas, ante la disolución de la política misma que implica la sociedad tecnocrática, los europeos críticos que quieren escapar tanto al imperio de la tecnotrónica como al nihilismo o al irracionalismo, buscan la salvación apelando a la razón -como exigía Husserl de los buenos europeos-. El problema no reside, por supuesto, en que se dirijan a ella, sino en el modo de racionalidad que reivindican, que, en definitiva, los conduce a aporías insolubles.

Notas

1 Con el concepto “revolución científico-tecnológica” aludimos, en primer lugar, a los descubrimientos y nuevos aprovechamientos en el área energética, al desarrollo de la biogenética, la producción de nuevos materiales y, muy particularmente, a la aplicación de la tecnología electrónica a la información y las comunicaciones, a los procesos de automatización generados por la robótica, a los sistemas de expertos y a la inteligencia artificial. Los cambios operados en estos terrenos contribuyen a profundizar los reordenamientos políticos y económicos mundiales, produciendo una verdadera transmutación del horizonte cultural. Por primera vez, la ciencia y la tecnología están en condiciones de garantizar la rápida y eficaz planificación, producción y circulación, administración y control de bienes y mensajes.

2 Para una descripción e interpretación más detalladas de los problemas de la sociedad post-industrial, cf. nuestros trabajos “Identidad y mundo transnacional”, en Nuevo Proyecto, I (1985), 1, y “Ciencia, tecnología y transnacionalización del poder”, en:  Azcuy, E. y otros, Identidad cultural, Fernando García Cambeiro, Buenos Aires (en prensa).

3 Cf. Verón, E., “Semiosis de lo ideológico y del poder”, en Espacios, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Buenos Aires, Nro. 1, diciembre de 1984, pp.  43-51.

4 Wolfe, A., Los límites de la legitimidad, tr. cast., Siglo XXI, México, 1980, p. 347.

5 Cf. Gouldner, A., La dialéctica de la ciencia y la ideología, tr. cast., Alianza, Madrid, 1978.

6 Citado por Habermas, J., Ciencia y técnica como “ideología”, tr. cast., Tecnos, Madrid, 1984, p. 55.

7 Citado por Habermas, J., op. cit., p. 58.

8 Habermas, J., op. cit., p. 61.

9 Cf. Gabas, R., Jürgen Habermas: dominio técnico y comunidad lingüística, Ariel, Barcelona, 1980, pp. 464-595.

10 Habermas, J., op. cit., p. 91.

11 Habermas, J., op. cit., p. 90.

12 Habermas, J., op. cit., p. 96.

13 Habermas, J., op. cit., p. 98.

14 En una mezcla de “biologismo” y “kantismo”, como señala Gabás.

15 Habermas, J., op. cit., p. 63.

16 Cullen, C., “Jürgen Habermas o la astucia de la razón imperial”, en Revista de Filosofía Latinoamericana, II, Nos. 3/4, Buenos Aires, enero-diciembre de 1976, pp. 3-65.

17 Cf. Bubner, R., La filosofía alemana contemporánea, tr. cast., Cátedra, Madrid, 1984, p. 229.

Artículo publicado en la Revista de la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales

* Profesora en Filosofía y Letras y Doctora en Filosofía (FFyLL UBA). Profesora Consulta (Fac. Ciencias Sociales UBA). Investigadora del Instituto de Investigación en Ciencias Sociales “Gino Germani” (Fac. Ciencias Sociales UBA).

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