En los últimos 40 años, desde el regreso de la democracia en 1983,
se ha iniciado una tendencia que, con avances y retrocesos, se dirige a la
configuración de un servicio civil profesional a nivel nacional (Salas, 2018;
2020), basado en lo que podría denominarse “el trípode del Empleo Público”: la
estabilidad y la carrera, el ingreso mediante concursos y la igualdad en el
acceso. Entre los logros a destacar, pueden mencionarse la definición de
regímenes modernos de carrera y retribución, centrados en la idoneidad, el
mérito y el desempeño efectivo, y algunos progresos en lo que hace a la
profesionalización de directivos superiores e intermedios (desde la creación
del Cuerpo de Administradores Gubernamentales en 1987, hasta la reglamentación
del Régimen de Dirección Pública[1]
en 2023). Asimismo, se han realizado mejoras en el régimen de contratación
laboral del personal transitorio, garantizando condiciones más favorables, y se
han establecido órganos paritarios permanentes para promover la participación y
la representación. Se han realizado esfuerzos para dotar a la Administración de
sistemas de información y gestión del personal, en consonancia con los avances
tecnológicos, con el fin de optimizar los procesos y mejorar la eficiencia en
el sector público.
No obstante, todavía es una materia pendiente que el Estado cuente
con las capacidades necesarias para alcanzar resultados que impacten en la
provisión de más y mejores bienes y servicios públicos. El proceso de políticas
requiere, en dicho contexto, competencias y capacidades en el servicio civil
que permitan consolidar verdaderas administraciones 4.0. Y en Argentina aún
existe bastante camino por recorrer en lo que hace a la consolidación de un
empleo público de calidad, lo que constituye sin dudas un elemento crucial para
robustecer al sector público en la atención de demandas ciudadanas cada vez más
urgentes y complejas. El cuadro actual indica que los avances han sido
dispares, y se matizan con una heterogeneidad vertical y horizontal que a su
vez cuenta con un nivel de coordinación interjurisdiccional escaso; alta
fragmentación; inequidades retributivas y de condiciones laborales, entre
otras.
Por ello, la idea consiste en discutir aspectos cualitativos
vinculados a la formación, capacidades y
competencias, fortalezas y debilidades con las que cuenta el servicio civil e
indagar en las dificultades que enfrenta ante las demandas de la sociedad en un
contexto de problemas cada vez más complejos.
No resulta novedoso plantear que gran parte de la sociedad
argentina se encuentra en disconformidad con el funcionamiento el Estado: según
diferentes encuestas entre el 77% y el 85% de la población piensa que la
burocracia estatal argentina no es eficiente y que es incapaz de resolver sus
problemas. A su vez, más del 80% considera que el acceso al sector público no
es por mérito, sino por afinidades políticas o familiares.
Lo peor de todo esto es que esa insatisfacción con los resultados
de la acción estatal tiene un correlato con la percepción que la ciudadanía
tiene de la democracia. Según los datos del informe 2023 de Latinobarómetro,
sólo 37% de los argentinos está satisfecho con el desempeño de la democracia.
Las causas profundas de estas imágenes sociales se pueden
encontrar en el déficit de las capacidades estatales, entendiendo por un Estado
capaz a aquél que tiene las aptitudes para lograr los fines que la sociedad le
asigna, y que son condiciones que le permiten diseñar, implementar y hacer
cumplir las políticas públicas de manera efectiva, con resultados e impactos a
la altura de las demandas ciudadanas.
Argentina tiene mucho camino por recorrer en relación con la
calidad de los servicios públicos, de la función pública, la formulación e
implementación de políticas y la credibilidad del compromiso del gobierno con
ellas. En la dimensión “efectividad del gobierno” de los indicadores de
gobernanza publicado por el Banco Mundial, nuestro país cuenta con resultados
que lo ubican por debajo de la “mitad de la tabla”: para 2022, arrojó un
resultado de 41,98 en una escala de países de 0 (el peor ubicado) a 100 (el de
mejores resultados).
¿Por dónde empezar para revertir estos resultados? Uno de los
componentes fundamentales de la capacidad estatal son sus dotaciones humanas,
la estructura burocrática. Existe un consenso muy importante en la literatura
especializada acerca de que la calidad de la acción estatal depende en mucho de
las capacidades del personal público, a todo nivel. En este sentido, se podrían mencionar tres
premisas vinculadas con la importancia de fortalecer el empleo público: la
probabilidad de realizar una gestión de gobierno exitosa que logre cumplir sus
objetivos aumenta con una administración pública profesional; la noción de que
la calidad de la gestión pública depende en buena medida de la idoneidad,
involucramiento e integridad de sus miembros, tanto a nivel
político-estratégico como directivo y técnico-administrativo; y que la calidad
del desempeño del personal de la administración pública tiene una incidencia
favorable en la efectividad de la gestión pública y de las políticas a su
cargo.
El empleo público en Argentina es un mundo complejo y
multidimensional. En la actualidad, el sector público argentino cuenta con un
total de 3.448.724 empleados/as asalariados/as, según el último dato provisorio
publicado por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (a julio de
2023) en su informe sobre la situación del trabajo registrado[2],
aunque las diferentes formas de medición y las dificultades de contar con un
dato único consolidado provocan que algunas estimaciones suban hasta los 3,9
millones (Blutman y Cao, 2022; Diéguez y Gasparín, 2016).
El 80% de este número lo explican las dotaciones provinciales y
municipales (Solano, 2023) por lo que se encuentran bajo jurisdicciones diversas.
Según datos del INDEC, en 2021 la participación por Poderes del Estado en los
cargos presupuestarios eran: 85,5% Poder Ejecutivo, 4,3% Legislativo y 10,2%
Judicial (incluyendo Ministerio Público).
En perspectiva, el número de empleo público total en Argentina
significa que las personas que desempeñan tareas en dicho ámbito representan el
8% de la población total y el 18,2% de las personas ocupadas en el país (según
estimaciones realizadas en base a los datos del Instituto Nacional de
Estadística y Censos –INDEC- correspondientes al Censo Nacional de Población,
Hogares y Viviendas 2022 y de la Encuesta Permanente de Hogares –EPH- del
cuarto trimestre de 2022).
Durante las últimas décadas el empleo público en general, y el del
Sector Público Nacional en particular, atravesó varios procesos que
contribuyeron a su actual heterogeneidad y diversidad. Las dotaciones de
empleados/as públicos/as presentaron importantes variaciones tanto en su total
agregado, como en la forma de su distribución entre los diferentes niveles de
gobierno.
La década de los 90 se caracterizó por una fuerte minimización de
la estructura estatal (Blutman y Hoya, 2019). Uno de los hitos prominentes de
esta época fue el proceso de descentralización anclado en las reformas del
Estado que, de forma conjunta con las políticas de privatización y cierre de
organizamos públicos, implicó la drástica reducción en un 57% de las dotaciones
a cargo del Estado Nacional entre 1989 y 1996 (López y Zeller, 2015) y el peso
creciente de las dotaciones de los gobiernos provinciales y municipales. De
esta manera se abonó a la complejidad jurisdiccional de la provisión de
servicios, reduciendo el ámbito de injerencia de la Nación, aunque manteniendo
un rol de coordinación, intervención y apoyo, principalmente en momentos de
crisis.
Fuente: elaboración
propia en base a datos de Orlando Ferreres (años 1960 a 2015); INDEC (año 2020
nivel Nación) y FIEL (año 2020 Provincias y Municipios)
Este periodo también implicó cambios en las modalidades de
contratación, el aumento de los contratos por tiempo determinado y por locación
de obra, ampliando el abanico de posibilidades de contratación y, por ende, de
flexibilidad en el ingreso y la permanencia de las y los agentes públicos/as.
Esto se acompañó de cambios en los sistemas de carrera (López y Zeller, 2015).
El solapamiento de estas medidas no hizo más que contribuir a la heterogeneidad
salarial y de realidades a nivel general del empleo público.
De 2003 hasta 2015, contrariamente, se observa un aumento y
ampliación de las dotaciones públicas nacionales. Entre 2003 y 2012 se da un
incremento del 30,52% del personal del Sector Público Nacional (López y Zeller,
2015). Este crecimiento también se verificó en la estructura. Estos años
vivenciaron la creación de 6 nuevos ministerios, 25 organismos
descentralizados, 20 nuevas universidades y 15 empresas estatales (Diéguez et
al, 2017). El mayor crecimiento sectorial de las dotaciones se verificó, en
primer lugar, en el personal universitario, seguido por los y las agentes de la
Administración del Estado Nacional, punto en el cual también esta época
representó un quiebre con la anterior (López y Zeller, 2015).
Para el período comprendido entre diciembre de 2015 y diciembre de
2019 se observa, como resultado general, la reducción de las dotaciones del
Sector Público Nacional, ancladas principalmente en la limitación de las
contrataciones en el Estado en 2017. La política de retiros voluntarios
iniciada ese año también explica una reducción de la población de trabajadoras
y trabajadores de 60 años o más, que se encogió un 4% en la administración
centralizada y un 2% en la descentralizada y otros entes (Diéguez et al, 2021).
El principal descenso (5,42% entre 2015 y 2018) se observan en el Poder
Ejecutivo Nacional (Blutman y Hoya, 2019).
Vivimos en una era de grandes cambios y ello nos empuja a explorar
nuevas formas de comunicación, logística, transporte y energía, etc., que
formen parte de una infraestructura inteligente e integrada a la red, en el
marco de lo que los expertos han dado en llamar tercera (o incluso cuarta)
revolución industrial (Rifkin, 2011;
Schwab, 2016). Esta coyuntura genera grandes incertidumbres y tensión en las
personas y las organizaciones, ya que, en muchos casos, utilizamos ideas e
instrumentos de siglos anteriores para enfrentar los problemas del siglo XXI
que tienen conexión a nivel global (Subirats, 2020). Estos problemas de nuestro
tiempo suelen ser conceptualizados como “malditos”, “perversos” o “retorcidos”
(Head y Alford, 2015),
para indicar su multidimensionalidad y complejidad, ya que involucran la
participación de múltiples actores y tienen una alta incidencia de prioridades
políticas en su resolución. Dada la dificultad que entrañan estos fenómenos,
las prioridades políticas tienen una alta incidencia en la definición de su exploración,
de las múltiples alternativas y de la orientación valorativa para su resolución
(Grandinetti y Nari, 2016).
En este marco, la pregunta que cabe realizarse es qué debe hacer
el Estado para asegurarse cierto éxito en esta gestión, y la respuesta está en
la necesidad de fortalecer sus capacidades, entendiéndolas como aquellas
habilidades o aptitudes propias de los entes estatales para la consecución de
sus fines (Bertranou, 2015). La “era exponencial”, como la conceptualiza Oszlak
(2020), impacta en todos los subsistemas que conforman la gestión de las
personas en el sector público y nos involucra tanto desde la planificación,
organización del trabajo, gestión del empleo, del rendimiento, del desarrollo,
de la compensación y de las relaciones humanas y sociales (Longo, 2002). Por
ello, de forma anticipatoria y planificada, las administraciones públicas deben
diseñar una estrategia de mejora de las capacidades de sus agentes mediante el
uso de la prospectiva, en un entorno altamente complejo e hiperespecializado.
Sin embargo, esto no implica que la cuestión deba abordarse únicamente desde el
punto de vista de la tecnología, sino que hay que evitar los riesgos propios de
una fetichización tecnológica sin valores públicos.
A raíz de la coyuntura descripta, aparece el planteo de la
innovación en la Administración Pública, que, más allá de que se presente como
una moda, como sostiene Ramírez Alujas (2010), se trata de una “vieja nueva
idea” y hoy, más que nunca, es también una necesidad imperiosa. Hay una
percepción social errónea en América Latina sobre las administraciones públicas
como entes incapaces de innovar y plantean, como indica Ramió (2021), un
oxímoron entre Administración Pública e innovación. Sin embargo, lejos de ser
así, Grandinetti (2018) recupera el recorrido de más de 30 años de innovación
pública y señala que el Estado es uno de los actores más innovadores. En este
sentido, identifica tres grandes tipos de innovación llevada adelante por el
Estado, como muestra cabal de que es, principalmente, un agente que incide en
la agenda pública. Estos tipos son la innovación lineal, de la década de los
’90, con la incorporación de tecnologías para la eficiencia y la eficacia, la
innovación permanente, entre 2000 y 2010, resultante de hacer converger
conocimientos y saberes implícitos y, muchas veces, dispersos en la resolución
de problemáticas novedosas, y la innovación abierta, a partir de 2010, con la
integración de inteligencia institucional e inteligencia social para la
obtención de valor público.
Aquí vale recuperar también el trabajo de Mazzucato (2021) que
hace hincapié de la función determinante que tiene el Estado al momento de
innovar en diferentes arenas. Para esta autora, la Administración Pública tiene
una decisiva capacidad potencial y real de innovación, por lo que sostiene que
“A un gobierno que carezca de imaginación
le resultará más difícil crear valor público” (p. 67). Por este motivo, la
Administración Pública tiene que liderar la innovación ante el surgimiento de
problemas complejos, externalidades negativas, cuestiones totalmente nuevas que
impiden recurrir a respuestas habituales y requieren articular intereses,
culturas, valores y formas de hacer contrapuestos, para poder atender a tiempo,
e incluso anticiparse, mitigar costos y potenciar beneficios (Longo, 2020).
Llegado este punto, es ineludible preguntar cómo se avanza hacia
una Administración Pública innovadora. Para responder, deben contemplarse
cuatro aspectos. El primero es la necesidad de orientarse hacia el análisis
prospectivo, es decir, que de manera proactiva los Estados se busquen tener una
visión y orientación estratégica, anticiparse, adoptar decisiones teniendo en
cuenta escenarios posibles para poder influir en el futuro. Pero no cualquier
escenario, sino aquéllos que se acerquen a sus principios axiológicos, ya que
la gestión de gobierno y la política en general llevan de la mano estas definiciones.
En segundo lugar, la gestión del conocimiento, que implica definir hacia dónde
ir, dirigir y gestionar la recopilación, clasificación, almacenamiento y
procesamiento de datos, su conversión en información, que asociada a un
contexto y experiencia produce conocimiento, teniendo presente el aporte de
Gore (2020) que plantea la idea de las organizaciones que aprenden. El tercer
aspecto se relaciona con la operacionalización del aprendizaje organizacional y
es la inteligencia colectiva o institucional, es decir, cómo logramos sumar los
conocimientos individuales que tienen los y las agentes de la Administración y
generar los incentivos para compartir colectivamente esos conocimientos, aunado
a la generación de una capacidad real para, a partir de esos conocimientos
colectivos, innovar en políticas, gestión y servicios. Finalmente, el último
aspecto tiene en cuenta el contexto de la era exponencial y la introducción de
herramientas e instrumentos de inteligencia artificial y robótica, novedades
sumamente útiles para mejorar la gestión pública, siempre teniendo en cuenta
que debe estar diseñada con valores y en el marco de la ética pública que
permita regulando su implementación. No atender estas cuestiones implica
dejarlas libradas a otras fuerzas y a las definiciones de otros actores, cuando
deberían quedar, indefectiblemente, en el marco del ámbito estatal.
La presencia de un servicio civil profesional se
erige como uno de los requisitos de capacidad estatal; constituyéndose, a su
vez, en uno de los pilares a partir del cual repensar y transformar las
administraciones públicas en el siglo XXI. Sin dudas que para asegurarse cierto
éxito será imprescindible que el Estado fortalezca sus capacidades,
entendiéndolas como aquellas habilidades o aptitudes propias de los entes
estatales para la consecución de sus fines (Bertranou, 2015).
La disrupción tecnológica probablemente impacte
en el marco institucional de los/as agentes públicos. Si bien se estima que en
el corto y mediano plazo, la automatización afectará de manera íntegra sólo a
un limitado porcentaje de puestos de trabajo; numerosas tareas y contenidos
comprendidos dentro de los roles actuales sufrirán, sin dudas, importantes
transformaciones (Longo, 2019). En consecuencia, resulta imprescindible que, de
forma anticipatoria y planificada, las administraciones públicas comiencen a
diseñar una estrategia de reconversión de ciertos perfiles que serán,
probablemente, los más propensos a verse afectados por las consecuencias de
algún tipo de automatización.
Por su parte, la administración pública en la
era exponencial requerirá de la incorporación de nuevos perfiles, altamente especializados
y cualificados. Más allá de aquéllos
relacionados con la tecnología, resulta también cada vez más necesaria la
adquisición y fortalecimiento de capacidades blandas tales como creatividad,
trabajo en equipo y escucha activa -sólo por mencionar algunas- ; así como el
fomento de habilidades directivas.
Las políticas destinadas a la capacitación de
los cuadros burocráticos cumplen un rol esencial en la estimulación, promoción
y desarrollo de las capacidades laborales. La velocidad con la que acontecen
los cambios y la rápida obsolescencia de los conocimientos incorporados
requieren de administraciones públicas fuertemente orientadas al aprendizaje
continuo. De este modo, la actualización permanente y sistemática de las
capacidades de los agentes para adaptarlas a la “nueva normalidad” y la
aceleración de los cambios tecnológicos, se convierte en la piedra angular
desde donde repensar los procesos de modernización de las administraciones
públicas.
En el contexto de todo lo expuesto, un punto de partida
para comenzar a discutir la formación y capacitación de los/as agentes públicos/as
para las nuevas capacidades estatales debería incluir:
Finalmente, podría
decirse que el Estado deberá ser inteligente, transversal, y transparente en el
manejo de datos, información y recursos escasos que deben ponerse al servicio
de la ciudadanía. Deberá atender tensiones y problemas cada vez más complejos
que, en contexto de extrema incertidumbre, la Administración Pública enfrentará
en sus diferentes niveles, requiriendo nuevas capacidades, perfiles y
competencias laborales de parte de sus funcionarios. A su vez, esta realidad
obliga a adelantar tendencias y expectativas de cambio en la carrera
administrativa de los agentes públicos, que tendrán que ser acompañadas y
potenciadas por una política sostenida de capacitación y formación con una
mayor participación de los/as trabajadores/as que permita proyectar sus
trayectorias públicas en un contexto en el que el cambio se habrá vuelto la
normalidad.
La relevancia del empleo público no es algo novedoso, pero sí
resulta necesario brindar precisiones y profundizar el análisis, ya que de
manera frecuente se insiste en los aspectos cuantitativos, aun cuando se tiene
certeza de que en las economías modernas el principal empleador es el Estado
(Gasparini, et al, 2015). Por ello, el presente trabajo aborda otras aristas
vinculadas al trabajo estatal en Argentina, contemplando algunas de las claves
que permiten pensar en cómo mejorar las capacidades estatales, de entre las
cuales los recursos humanos son determinantes para diseñar e implementar
políticas públicas más efectivas, mejorar la prestación de servicios sociales y
crear oportunidades de desarrollo que mitiguen la desigualdad, poniendo al
ciudadano en el centro de la estrategia.
Para ello, es central atender también los aspectos cualitativos,
incluyendo el ingreso y el desarrollo de las carreras con sus respectivas
condiciones laborales, regímenes y estabilidad, las dependencias
jurisdiccionales y funcionales, para pensar políticas que contribuyan con la
calidad de la acción estatal y las personas que la llevan a cabo.
Los datos expuestos en este trabajo nos muestran una primera
imagen: hay grandes heterogeneidades –horizontales y verticales– que signan al
sector público, junto con rigideces y debilidades funcionales, gran dispersión
y variedad de regímenes laborales, escalafonarios, de promoción y retribución,
que generan inequidades y desequilibrios de todo tipo. Todo ello en el marco de
un proceso de regularización y constitución de un servicio civil profesional
que, con marchas y contramarchas en las últimas cuatro décadas, no ha logrado
todavía reunir los esfuerzos suficientes y propicios para ser impulsado
definitivamente.
Esto se vuelve más urgente cuando el Estado se enfrenta a
tensiones y problemas cada vez más complejos que, en contexto de extrema
incertidumbre, requieren respuestas desde la Administración Pública en sus
diferentes niveles (nacional, provincial y local). Surge entonces la obligación
de reflexionar sobre las nuevas capacidades, perfiles y competencias laborales
de los/as funcionarios/as públicos/as, lo que implica el planteo de tendencias
y expectativas de cambio en la carrera administrativa de los/as agentes
públicos, la jerarquización del servicio civil y los niveles de conducción,
acompañadas y potenciadas por una política sostenida de capacitación y
formación con una mayor participación de los/as trabajadores/as que permita
proyectar sus trayectorias públicas.
Atender a las demandas cada vez más complejas y urgentes de la
ciudadanía, mejorar la prestación de servicios públicos y crear oportunidades
de desarrollo que mitiguen la desigualdad requieren contar con Estados que
tengan capacidades robustas, lo que obliga a plantear una ruta crítica para la
revalorización y profesionalización de las trabajadoras y los trabajadores que
ejercen la función pública.
Será ineludible contar con un servicio civil profesional como uno
de los requisitos para repensar y transformar las administraciones públicas, contemplando
todos los subsistemas que conforman la gestión de las personas en el sector
público -planificación, organización del trabajo, gestión del empleo, del
rendimiento, del desarrollo, de la compensación y de las relaciones humanas y
sociales.
Finalmente, este trabajo entonces ha tratado de
poner en relieve varias cuestiones que suelen ser dejadas de lado al momento de
poner en agenda y discutir el empleo público, destacando que Argentina tiene
aún desafíos pendientes en varios de los aspectos relacionados con la
consolidación de un servicio civil profesional, fundamentalmente en sus
aspectos cualitativos (estructura, perfil, ingreso, carrera, etc.), para
acompañar un proceso de desarrollo y mejorar el proceso de políticas públicas
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