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04/03/59

 14/08/2023   868
I- ESTADO Y REFORMA
El tema de la Reforma del Estado se ha instalado en la sociedad argentina, parcialmente desde hace años y en forma casi excluyente o central en los últimos meses. Lamentablemente la discusión ha girado sobre dos hipótesis tan absolutas como falsas.
1.-) La”antiestatista”: Con sus políticos, sus periodistas y sus medios de difusión, sostuvo y sostiene, con matices mínimos, que el Estado ha sido y es el único y exclusivo culpable de la decadencia nacional. El accionar empresario y el déficit fiscal son los monstruos, terribles destructores de la Argentina arcádica y próspera que se habría conocido hasta 1930. El objetivo: volver a la situación de esos años 30, y el camino exclusivo: eliminar toda actividad del Estado que no sea salud, educación y seguridad interna.
2.-) La “estatista”: Que se opone terminantemente a cualquier replanteo del rol del Estado y afirma que cualquier privatización, o política destinada a reducir el gasto fiscal, es intrínsecamente perversa y constituye un intento de destruir este Estado (que sería el que construyó Perón) y, por ende, una claudicación ante el imperialismo.
Esta hipótesis tiene algún dejo nostálgico, ya que añora permanentemente la década del 45 al 55, y solicita su reedición como única salida de la crisis. Tiene su ala extrema que propone más estatizaciones como solución para la Argentina.
En realidad ambas posturas adolecen de un análisis serio de la situación y son presas de ideologismos que privilegian el resultado al análisis.
Como manifestamos en nuestro documento de diciembre de 1989, el peronismo desarrolló en la década 45 - 55, un proyecto estructurado sobre una fuerte intervención del Estado que genera, en base a las reservas monetarias del país, un desarrollo industrial propio aprovechando la crisis de posguerra de las grandes potencias, con dos bases de sustentación: la capacidad de decisión nacional autónoma y la justicia social, expresada no en criterios distribucionistas - como se dijo - sino en auténtica participación de los/as trabajadores/as a través de sus organizaciones.
Esta etapa se desarrolló en un momento en que la mayor parte de los países capitalistas implementaban modelos “keynesianos”, en los cuales el gasto público constituyó uno de los factores decisivos del crecimiento económico y del progreso social de posguerra. El gasto específicamente económico (las obras públicas y las inversiones de las empresas estatales) promocionó el desarrollo industrial y definió buena parte de sus rasgos específicos en cada país durante ese período.
Los gastos económicos y sociales provocan un círculo “virtuoso” de crecimiento. La inversión en obras de infraestructura genera, por ejemplo, una demanda de bienes que dinamiza la producción y eleva el producto; se impulsa así el surgimiento de nuevas demandas de infraestructura que reconstruyen el ciclo.
Sin embargo, el crecimiento del gasto no tuvo lugar en el vacío, Cada empresa del estado estableció sólidos lazos con los grupos económicos y sociales ligados a ellas; hacia abajo con sus clientes; hacia arriba con sus proveedores y hacia adentro con sus funcionarios y empleados. Lo mismo ocurrió con los organismos públicos destinados a prestar servicios.
A medida que cada área estatal se incorpora a un complejo de intereses específico, con demandas particulares que se negocian individualmente, el poder central pierde capacidad real de regulación, es decir pierde “poder”. Paradójicamente cuanto más crecía el Estado más se debilitaba su capacidad real de regulación, y cada vez más los sectores condicionaban las decisiones a los intereses de grupo y no al bien común. La llamada patria contratista le dio identidad política a estas fuerzas.
Pero además, el Estado no puede limitarse a gastar siempre lo mismo. Ello provocaría que el efecto expansivo de la inversión hacia la producción se estancara y, con el tiempo, retrocediera.
En esta alternativa, para el modelo que estamos explicando, se abren dos caminos:
1).- Mantener el nivel de gasto, pero reorientarlo disminuyendo la participación en algunas áreas y reasignando mayores partidas a otros ámbitos de mayor interés.
2).- Aumentar los niveles del gasto público, lo que conllevaría la necesidad de incrementar fuertemente los ingresos, ya sea por un aumento de la presión tributaria o recurriendo al mercado financiero.
La primera de las soluciones requiere de una fuerte dosis de poder político para vertebrar una política capaz de resistir la influencia de los grupos de presión.
La segunda alternativa, que ha sido en definitiva el camino elegido en la última década, condujo, ante el límite objetivo que presenta el aumento de la presión tributaria, a que el Estado recurra al sistema financiero captando depósitos en la banca oficial o créditos del sector privado. Durante la gestión de Martínez de Hoz inclusive se privilegió el endeudamiento externo, que conllevó junto a la política de dólar barato al monstruoso endeudamiento que todos conocemos.
Esta recurrencia al crédito financiero trae aparejado además la pérdida, por parte del Estado, de su capacidad para regular las tasas de interés. La traducción política es la llamada “patria financiera” que creció al amparo de la “deuda interna” y del festival del “cortoplacismo”, que circulaba del depósito a siete días al dólar y viceversa, incrementando la especulación y el endeudamiento.
En resumen: el Estado no sólo fue perdiendo el poder real para orientar las variables económicas sino que se fue conformando en un instrumento del sector privado vinculado a él y acostumbrado a la protección arancelaria, el crédito barato y el subsidio, sin haber aportado la contrapartida de inversión, superación tecnológica y competitividad que permitiera una apertura externa exportadora. A más de 45 años de la revolución puesta en marcha por Juan Domingo Perón, el sector industrial no logró incrementar su participación en el comercio exterior y el país sigue en el cuello de botella de depender, casi exclusivamente, de las exportaciones agropecuarias y, por ende, de los precios internacionales y las políticas de “dumping” internacional.
Todo lo expuesto no ha sido un mero fatalismo. Los intereses sectoriales y los grupos han tenido su expresión política tanto en los gobiernos de facto como en los constitucionales.

II- 1955, UN PUNTO DE PARTIDA
El golpe de estado “gorila” del 16 de septiembre de 1955, más allá de sus enunciados declamatorios, en realidad estuvo dirigido a abortar el proyecto de desarrollo autónomo y retrotraer las cosas, en lo posible, a la situación previa a junio de 1943.
Esta interrupción pone fin al Estado fuerte, eficiente, con empleados orgullosos de su rol, con salarios dignos, e inaugura una decadencia que concluye o tiene su remate más brutal en el ciclo iniciado el 24 de marzo de 1976.
La nota característica del ciclo 1955 - 1976, va a ser que todos los ministros de economía que en su faz privada (como empresarios y/o consultores de empresas privadas: Krieger Vasena, Salimei, Dagnino Pastore, Whebe, etc.) apostrofaban contra el Estado empresario y pregonaban modelos liberales, se dedicaran en su faz pública como ministros a “engordar” el Estado. Primero estatizaron cuanta empresa privada diera pérdida (Lozadur, Ingenio Las Palmas, Bernalesa, y hasta hoteles), transfiriendo el pasivo al Estado bajo la excusa de preservar la fuente de trabajo y finalmente, ya en el “proceso militar” de 1976/1983, estatizando la deuda externa privada, transfiriendo al conjunto de la Nación el quebranto originado en la gigantesca “timba” financiera iniciada por Martínez de Hoz.
La combinación nefasta entre el fenómeno económico de los “bolsones” de poder nacidos alrededor de las partidas presupuestarias en un modelo “keynesiano” y las políticas destinadas a transformar al Estado en garante y responsable final de los negocios, (muchos de ellos inescrupulosos) de la “patria financiera” y la “patria contratista” , prácticamente  liquidó el poder del Estado Argentino que, endeudado en más de 70.000.000.000 de dólares de deuda externa y más de 15.000.000.000 de dólares de deuda interna, con un déficit fiscal creciente e ingobernable, con una tesorería que en medio de un durísimo plan de ajuste y recomposición de las cuentas apenas si alcanza superávits mensuales de 100 o 200 millones de dólares, se encuentra realmente “de rodillas “, como lo confesaba un ministro, imposibilitado de vender las empresas de su área si no se le otorga un “perdón” o “waiver” de los acreedores externos, ya que cada empresa del Estado se encuentra hipotecada como garantía de los diversos créditos y refinanciaciones de la deuda, obtenidos en la última década contra promesas de planes económicos fracasados (”Austral”,”Primavera”etc.)

III- LAS CRÍTICAS AL AJUSTE 
Prácticamente la totalidad del espectro político coincide en que la Reforma del Estado constituye no sólo un hecho inevitable, sino además necesario. Sólo los sectores nostálgicos o refractarios a cualquier cambio, siguen sosteniendo que este Estado puede ser resorte de crecimiento.
Los alcances de esta reforma y sus modalidades pueden discutirse o no, pero ello sólo podrá hacerse participando, aportando, contribuyendo desde lo sectorial a lo general, pero haciéndolo con la profunda convicción de que esta reforma es el único camino para revertir la decadencia del Estado y de la Nación.
Uno de los puntos fundamentales dentro del proceso de Reforma del Estado Argentino es la redefinición del empleo público.
Difícilmente puedan lograrse los objetivos esperados si no se producen cambios fundamentales en el área de las relaciones laborales. 
Algunos sectores hacen sus críticas al proceso basándose en los costos sociales que se asocian a la racionalización, intentando bloquear las políticas de cambio. 
Esta posición merece una doble crítica:
1.-) Soslaya premeditadamente los costos sociales de la no reforma. Desconoce la importante porción de responsabilidad que tiene el mal funcionamiento del sector público en el fracaso económico argentino.
2.-) Erróneamente o no, intenta concentrar la atención en el despido de personal, cuando está muy claro que éste es uno solo, tal vez el de menor importancia, de los varios elementos en juego, ni más preponderante, ni menos exclusivo.

EL AJUSTE CONVENCIONAL 
Es común utilizar como sinónimo de ajuste en el sector público el ajuste del empleo. Esta es una visión muy equivocada de la realidad que, solapadamente, deja afuera del análisis los más importantes componentes del gasto estatal que no son precisamente el salario.
Como dato indicativo podemos decir que las erogaciones en salarios representaban en 1987 menos del 30% de las erogaciones totales del Estado en el sector público.
El análisis convencional se basa en un vertiginoso crecimiento del sector público en los últimos años. Afirma, a su vez, que este crecimiento habría conducido a la sobreocupación en el área estatal y a un deterioro de las remuneraciones.
A partir de estas premisas explica los muy bajos niveles de producción y deduce la recomendación política: “Hay que producir despidos masivos para poder aumentar las remuneraciones y, de esta manera, incrementar la eficiencia” 
Sin embargo, la información disponible contradice este análisis convencional y cuestiona la eficacia de utilizar el recorte de empleo como solución mágica. Salvo para períodos muy puntuales (como 1973 - 1976) el empleo público no creció a una tasa superior a la del empleo privado; hasta un punto tal que, desde tres décadas atrás, el número de agentes estatales se mantuvo en una proporción estable respecto a la ocupación urbana.
Podemos agregar además que este porcentaje fluctúa aproximadamente alrededor del 20% y no muestra un desfasaje con respecto a la absorción de mano de obra por el Estado en otros países.
La falta de concordancia entre los supuestos del análisis convencional es notoria para confiar en recomendaciones políticas. Más aún teniendo en cuenta que los intentos de racionalización basados en este enfoque y que fueron llevados a cabo en el pasado, terminaron en sucesivos y rotundos fracasos.
No sólo no pudieron mejorar la eficiencia, sino que por el contrario fue frecuente que el Estado perdiera, a través de tales estrategias, los recursos humanos más capaces y creativos, en un proceso de selección perverso.  

UN PROBLEMA PERVERSO
Los problemas asociados al empleo público son mucho más complejos que un exceso de agentes y consecuente caída de remuneraciones. Un análisis del tema sugiere que los intentos de cambio no serán eficaces sin un previa reformulación de la actividad estatal. Es imprescindible desprenderse de la tradición burocrática y del instinto regulacionista, a fin de definir cuáles serán las funciones que conservará el Estado.  Posteriormente se impone un severo replanteo de la tecnología de administración a incorporar a las organizaciones públicas, con el fin de superar la increíble obsolescencia que actualmente existe.
Conviene tener en cuenta que no se conocen casos en el mundo de organizaciones que funcionen eficientemente despreciando en forma sistemática sus recursos humanos como lo hace el Estado Argentino.
Las primitivas técnicas de administración de recursos humanos utilizadas ignoran el progreso, conduciendo a los/as trabajadores/as a la desmotivación y a bajísimos niveles de desempeño.
Consecuentemente, para entender las causas del fracaso, además de replantear las funciones asignadas al Estado, resulta imprescindible examinar los estilos de administración adoptados. De esta manera quedarán explicitadas las enormes diferencias en relación a las recomendaciones de vanguardia en materia de técnicas de administración.

PARA LA ADMINISTRACIÓN TAMBIÉN PASAN LOS AÑOS
El estilo de administración prevaleciente en el sector público, es el conocido como modelo burocrático de organización. La burocracia es una organización basada en leyes, normas y procedimientos que establecen por anticipado los pasos a seguir ante cada hecho posible, en la formalidad de las comunicaciones, que deben ser escritas, en el uso de formularios cada vez que se pueda, y en el estricto control por parte de cada escalón de autoridad.
Todo esto conforma un marco desalentador de la iniciativa individual en un intento de conseguir que los humanos se comporten de acuerdo con lo previsto.
Lamentablemente, el sector público argentino ignoró sistemáticamente las tendencias mundiales, eludiendo el replanteo de la estrategia administrativa. A esto se adicionan perversidades propias -generadas localmente- que contribuyen a aumentar rigideces y facilitar el caos.
Es en esta línea que se ubican las increíbles incoherencias en las escalas salariales; los sistemas de selección y contratación, basados en el “clientelismo” político; la contradictoria asignación de premios y castigos; la “carrera” administrativa basada en la antigüedad  y en exámenes en los que se privilegia el conocimiento de la realidad burocrática antes que la creatividad y la propensión al cambio; la escasa, o casi nula, capacitación; la utilización de los títulos universitarios con criterios credencialistas, sin que los profesionales utilicen los conocimientos  teóricamente adquiridos; y la elevación a calidades de dogma de la estabilidad de empleo.
Esta descripción enunciativa sugiere que la descomposición, además de responder a la aplicación de un sistema obsoleto, se originó en grandes vicios de instrumentación que agravaron las ineficiencias a niveles insospechados.

UNA POLÍTICA INTEGRAL
Existen otros componentes del gasto público que tienen mayor incidencia en el déficit fiscal que los gastos de personal; si bien existen áreas donde se observa un notorio sobreempleo, en otras que son fundamentales no se encuentra sobredimensionamiento sino todo lo contrario.
Debe entonces encararse una redistribución de agentes y revisar la organización burocrática interna del sistema en primera instancia.
Pero también es urgente e imprescindible iniciar acciones a mediano y largo plazo de forma de reorganizar el sector público en su rol y en su funcionamiento.
Esto impone acciones tales como:
w Continuar el proceso de descentralización y privatización.
w Racionalizar las estructuras administrativas.
w Mejorar las políticas de contratación y despido, las normas para la promoción o ascenso, la política salarial e incentivos salariales y las políticas de capacitación y entrenamiento.
w Accionar en conjunto con los gobiernos provinciales y municipales en estas acciones emprendidas por el Gobierno Nacional.
w Puesta en marcha de programas de emergencia para la atención del desempleo emergente, es decir: ingresos, reentrenamiento y seguridad social.
Si esto no se tiene en cuenta, cualquier ajuste basado sólo en reducción de agentes sin una real reformulación de actividades, un replanteo de los sistemas administrativos y de las tecnologías empleadas, en el que participen los trabajadores a través de sus organizaciones, está condenado al rotundo fracaso.
Para que esto ocurra se hace imprescindible un replanteo profundo de la mentalidad sindical.

REFORMA DEL ESTADO Y MOVIMIENTO OBRERO
Los sindicatos no tienen -hasta hoy- responsabilidad directa en la administración de los organismos estatales. Sin embargo, a la hora de definir cuestiones relativas a las relaciones laborales, su poder de veto se transformó en un sinnúmero de veces en invencible.
Esta es la razón que transforma en imprescindiblemente necesario un cambio en tal actitud, que diferencia cada vez más los modelos sindicales que existen en la actualidad en el área estatal, dejando de lado las posiciones rígidas y esquemáticas y abriendo nuevos canales de negociación y participación, no sólo para el bien de la sociedad sino también para los propios afiliados.
Ya no es posible intentar mejoras en la productividad si se consideran derechos no negociables la inmovilidad laboral de los agentes, independientemente de los cambios de contexto, el fuerte achatamiento de las escalas salariales o la carencia de premios y castigos que incentiva el accionar de los/as trabajadores/as. Mantener una posición inflexible frente a las “conquistas” obtenidas en el pasado implica potenciar el conflicto de intereses entre los/as trabajadores/as y la comunidad, hasta el punto que resulta imposible mejorar el bienestar de uno sin perjudicar al otro.
Por el contrario, una actitud sindical permeable al cambio, con participación, permitirá congeniar ambos intereses, a través de mejoras en la productividad.
Para que esto sea posible urge actuar sobre el marco regulativo en que se desenvuelven las relaciones laborales y potenciar los canales a través de los cuales se pueda mejorar la eficiencia y la motivación.
La sociedad argentina vive una etapa de profundo debate donde cada sector oficial o actor político busca redefinir su nuevo espacio. Hoy, la crisis de los sistemas políticos conocidos sacude todos los valores que hasta hace diez años parecían inconmovibles.
Es evidente que, en vísperas del fin del milenio, el planeta está tomando nuevos caminos para su desarrollo futuro. El conflicto entre los modos de producción capitalista y socialista parece haber terminado con un claro triunfo del primero sobre el segundo. El régimen democrático occidental, con diversas variantes específicas, tiende a ser aceptado universalmente como modo de organización política.  Las líneas de tendencia están a la vista.
La Argentina debe afrontar con lucidez las nuevas circunstancias internacionales. Desde siempre el sistema mundial ha presentado a los actores, para su inserción, oportunidades, obstáculos, posibilidades y exigencias. El nuevo esquema no es una excepción.
Tras décadas de pérdida de posiciones internacionales, nuestro país debe darse una estrategia de reinserción en el sistema mundial: ese es un requisito para su propia viabilidad nacional.
El presidente Menem asumió con claridad su posición en tal sentido: la clave de ella es el programa de reformas estructurales encarado con energía por el gobierno nacional (emergencia económica, reforma del estado, reforma tributaria, política de empleo, etc.). El núcleo significativo de ese programa es la Reforma del Estado.
Que América Latina en general y la Argentina en particular claman por una Revolución Capitalista es un dato incontrastable de la realidad: basta repasar los últimos procesos electorales para verificar esto; pero también es verificable que las mismas sociedades que votaron por el capitalismo, se pronunciaron en contra del ajuste monetarista.
Las últimas elecciones en Latinoamérica revelaron una creciente crisis de representación política que es, a esta altura, un lugar común de los análisis políticos; sin embargo no aparecen discursos que den cuenta de este fenómeno.
En nuestro país es sin duda el peronismo quien está en las mejores condiciones de llevar adelante una verdadera transformación productiva. Sin embargo esto no se hará sin costos de todo tipo. Es más: del modo en que estos costos se realicen y distribuyan dependerá la viabilidad y persistencia de la reconversión.
Así la coyuntura, tironeada por la necesidad de reconversión capitalista, el incipiente rechazo social a las estrategias de ajuste y la crisis de representación política, aparece especialmente problemática en, por lo menos, dos aspectos:
En primer lugar por la ya expuesta debilidad creciente del Estado, medida tanto por el persistente cuestionamiento social a sus funciones como por su manifiesta incapacidad para imponer a los distintos factores económicos sus decisiones políticas. Esta crisis estructural del Estado agrava todos los indicadores de la coyuntura e inhibe la posibilidad de una rápida salida del estancamiento prolongando -innecesariamente - la agonía. En otro sentido la coyuntura ha acaparado todos los niveles de discurso y reflexión.
El vertiginoso rumbo de la crisis cerró todo espacio posible de  estudio sobre la articulación de un nuevo proceso de acumularión de capital, los diferentes sectores económicos que lo protagonizarán, el nueva modo que se reestructurará la sociedad en su conjunto y la reubicación de los diferentes actores políticos y sociales. En particular no hay —salvo algunas excepciones honrosas y otras no tanto - una reflexión sobre el rol del Movimiento Obrero Organizado y mucho menos del Sindicalismo Estatal. Esto es particularmente grave, sobre todo si entendemos que la ausencia de discurso sobre el rol del Movimiento Obrero es más bien la expresión de un viejo prejuicio liberal según el cual la reconversión requiere previamente del debilitamiento o desaparición del poder sindical en todas sus dimensiones.
Por otra parte si comparamos lo ocurrido en otros procesos de reconversión, por ejemplo los europeos, veremos que tal debilitamiento se produjo efectivamente; si no como requisito previo, como resultado concreto.                                                                    
Bien cierto es que se trata de ejemplos difíciles de comparar debido a los disímiles niveles de desarrollo y complejidad de sus economías. Sin embargo estas asimetrías parecerían obrar en contra del Modelo Sindical Argentino y no a favor. No obstante, éste es precisamente uno de los aspectos cuyo estudio aparece más necesario.
La marcha del mundo hacia el siglo XXI parece abrir las puertas a una nueva era... Mientras algunos expertos vaticinan el renacimiento de la vieja industria manufacturera gracias al aporte de la robótica, otras se concentran en la repercusión social de las nuevas tecnologías.
El grupo que caracterizamos como progresista se expresa en sectores de los partidos mayoritarios, del sindicalismo moderno y a través de algunos intelectuales. Percibe el proceso de ajuste y reforma global y político que exige necesariamente un cambio económico estructural, consistente en una nueva articulación de sus elementos en función de reglas de combinación más complejas. Reglas que, por otra parte, conjuguen las leyes del mercado con las decisiones políticas basadas en el modelo de futuro predominante deseado por la sociedad.
Este sector también asume que los automatismos del mercado no producen por sí mismos los “efectos sociales” del crecimiento, por lo que se deben plantear explícitamente como objetivos a alcanzar, y se deben implementar sobre la base de políticas activas en esa dirección, especialmente en lo relativo al empleo y la distribución del ingreso.
Estos son algunos de los interrogantes que a esta altura de la coyuntura nos planteamos los militantes del Sindicalismo Peronista, herederos de los que ya una vez a mediados de la década del cuarenta, cambiaron la historia; y ahora a fines de siglo queremos hacerlo nuevamente.
Resulta claro, que no debemos esperar que nadie nos indique el camino, éste tendremos que diseñarlo nosotros mismos; esta película no la vimos anteriormente, pero la haremos escribiendo el libreto, redactando el guion, siendo sus protagonistas, produciéndola y dirigiéndola.
Pero para ello el rol de nuestras organizaciones debe cambiar, ya no podemos caer en voluntarismos ni en improvisaciones. Debemos nuclear los militantes del movimiento obrero y enfrentar esta realidad mundial y nacional con la certeza de que, estudiada y analizada profundamente para formular propuestas en el campo estratégico y también coyuntural, fijar políticas en cada una de las áreas que hagan a nuestro interés y capacitar nuevos cuadros para esta realidad y este desafío.
Los trabajadores en esta etapa debemos ser imaginativos, creativos y hasta utópicos, munidos de una mística hoy perdida que sea capaz de contagiar a los jóvenes en función de un proyecto de futuro para otra vez cambiar la historia.

NI DECLAMAR PRINCIPIOS NI PERDER LA MEMORIA: 
SER COHERENTES CON UN PROYECTO DE TRANSFORMACIÓN
En el marco del profundo debate que se extiende sobre todo el espectro del movimiento obrero y del Peronismo en general, los sectores que se oponen a la reforma del Estado pretenden arrogarse en exclusividad la adhesión a las banderas históricas del peronismo, como la lealtad y consecuencia con los principios ideológicos y doctrinarios que nos legaran Juan Domingo Perón y Eva Perón, tapando con frases de Perón o citas de sus libros cualquier intento de análisis o discusión.
En esto se debe ser claro, nosotros queremos reformar el Estado, terminar con los industriales subsidiados que quieren acostar al país en el lecho de Procusto para que no crezca y conservar sus privilegios, queremos inversiones privadas, capitales nacionales y extranjeros, insertados en el mundo, integrarnos a Latinoamérica, que exista competencia y eso también lo quería el General Perón.
Queremos un país soberano, independiente y justo y para avanzar hacia ello, no dejamos de informamos que los poderes económicos transnacionales existen y que Perón no vaciló en firmar el acuerdo con la California, ni en promover las inversiones europeas cuando volvió en 1973.
Estamos de acuerdo con la reconciliación nacional y no perdemos la memoria, no olvidamos a los muertos de la resistencia peronista, a Vallese, a los fusilados de José León Suarez, a los caídos en la lucha contra el Gran Acuerdo Nacional de Lanusse, a José Ignacio Rucci, a Smith y a los miles de muertos y desaparecidos del Proceso Militar, pero el rencor no puede cegarnos, debemos ser capaces de perdonar y pedir perdón, los desencuentros del pasado no pueden quitarnos el porvenir.
Somos Peronistas sin beneficio de inventario, con nuestros héroes y nuestros villanos, con nuestros errores y aciertos, abiertos al debate y a la creación porque la política no se encuadra en “dogmas” cuasi religiosos.
No confundimos las herramientas (nacionalizaciones o privatizaciones; capital nacional o capital extranjero; proteccionismo o aperturismo; dólar libre o dólar regulado), con los objetivos y apoyaremos una u otra cosa en la medida que estemos convencidos que es para la grandeza de la Patria y la felicidad del Pueblo.
En un país destruido, inerme, saqueado, con generaciones masacradas, en un mundo que ha cambiado dramáticamente en un lustro, con la desaparición de la bipolaridad a partir de la caída del muro de Berlín, con la aceleración del proceso de continentalismo y universalismo, con el triunfo del libre mercado (nos guste o no) sobre las economías centralizadas y cerradas, al ver a rusos y americanos, franceses y alemanes, sirios y egipcios junto a los israelíes bloqueando a Irak, mientras Libia le pide a Hussein que se retire de Kuwait, creer que se es fiel a Perón o Evita proponiendo un “revival “del 45 (olvidando inclusive las políticas de ajuste encabezadas por Gómez Morales a partir de 1952) o el 73 resulta de un infantilismo suicida.
Se debe convocar a la nueva utopía: la de ser fieles a una tradición del Peronismo que es llegar siempre en el día y la hora exacta a su encuentro con la historia y a partir de ello recrearnos, repensarnos, reconstruirnos, mientras la revolución siga siendo el cambio de estructuras, el Peronismo seguirá siendo revolucionario porque se refugia en nuestras raíces, en nuestra historia, en nuestra idiosincrasia pero sólo para marchar con más fuerzas hacia el Futuro

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