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 28/03/2022   652

“La unidad espiritual y moral de la América Ibérica surge de la gesta de su descubrimiento y de su conquista, del ideal de libertad acariciado por sus precursores, de la acción de sus guerreros y del pensamiento de sus estadistas a través de más de una centuria de vida independiente. Ese ardiente y hondo sentimiento americano lo rubricó en épicas campañas y en cien campos de batalla, la sangre de sus guerreros, en la vasta extensión del continente” (José María Sarobe).

 

Hace poco tiempo publicamos en esta misma revista un artículo acerca de “Las problemáticas patagónicas en la visión del General José María Sarobe, maestro de Perón”. En este nuevo texto volvemos con el abordaje que realiza el mismo general, pero en esta ocasión sobre su mirada en torno a la problemática de la Patria Grande.

Jorge Abelardo Ramos expresó hace varias décadas ya una frase que ha circulado –no casualmente– largamente en la historia de la Gran Nación inconclusa, y entre los que creemos que esa frustración no resulta definitiva, sino más bien es donde se juega “el destino de un Continente” y su pueblo. Afirmaba Ramos que “somos un país porque no pudimos integrar una Nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser latinoamericanos. Aquí se encierra nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá”.

Como bien indica el investigador Carlos Piñeiro Iñíguez, las ideas de Sarobe son centrales para comprender muchas partes del ideario del peronismo, y también remarca que el autor de Ibero-américa en su estudio “toca todos los grandes temas del nacionalismo latinoamericano. (…) Todos estos temas –en especial lo del continentalismo y la unión con Brasil– serán esenciales para Perón, quien intenta implementarlos al comienzo de su gobierno y vuelve a la carga cinco años después, cuando cree que ha tranquilizado y homogeneizado lo suficiente el frente interno como para abordarlos con el necesario respaldo”.

En la presentación de una conferencia en el Museo Social Argentino, la Comisión de Juventud del mismo afirma que Sarobe “preconiza para su patria y América una política internacional acorde con la tradición y en consonancia con el destino solidario del continente. Eleva el problema, ante todo, al plano moral y aboga por el mantenimiento dentro de los límites de la heredad americana, de un ambiente de sana confianza, de relaciones intensas y de estrecha hermandad. (…) Iberoamérica es la voz de fe en el destino de estos pueblos”. Sarobe encuentra que la fundamentación de la unidad iberoamericana tiene su raíz no tanto en lo material, sino más bien en el plano espiritual, entendiendo que los lazos se estrechan si pensamos en la tradición histórica y cultural compartida, la lengua, el mestizaje, las creencias religiosas, etcétera. Sostiene así que “aquí, en este continente, se funden dos naciones imperiales, dos culturas, dos destinos, en una sola raza y una única moral: la cristiana”.

El general Sarobe realiza un largo recorrido indagando en las particularidades de nuestra Patria Grande, y los elementos que nos permiten pensarla en unidad. De esta forma se remonta al acontecimiento fundamental producido con la expansión europea sobre América. Interesa al general desde ya el avance español: afirma al respecto que “la historia no consigna un caso igual de la expansión de un pueblo con influencia más rápida y decisiva en la vida de la humanidad”. Se produce así la “irrupción de América en la historia”, y en este sentido considera que “había surgido de la nada un mundo nuevo, destinado a equilibrar, en la sucesión de los tiempos, en lo geográfico, en lo político, en lo económico, como en lo espiritual, al mundo antiguo”. Realiza asimismo una crítica sobre la denominada “leyenda negra”.

Analiza el periodo de emancipación de nuestro continente –fija como fecha de inicio al año 1810– poniendo de relevancia que es justamente un proceso de liberación en toda la extensión de la Patria Grande, no de entidades separadas. Argumenta que “esa simultaneidad en el pronunciamiento y en la acción revela –a despecho de las diferencias geográficas, de las distancias enormes y de las modalidades regionales– la existencia de una sensibilidad política colectiva, fruto del genio de la raza en el inmenso ámbito de América”. Se trata de todos los pueblos que tienen raíz hispánica. Existe una confraternidad en nuestros pueblos, se apunta a la concreción de objetivos comunes. Se observa la necesidad de sostener la unidad política en tanto mecanismo para sostener la independencia de nuestra gran Patria. Esta emancipación de nuestra región encuentra la posibilidad de conformar “una confederación de Estados de la misma raza, el mismo idioma, igual religión y semejantes instituciones políticas”.

Destaca Sarobe que mientras los héroes en otros continentes son conocidos por ser conquistadores, aquí se da su contracara, en tanto aparecen en nuestra historia y conciencia como libertadores. Éstos forjan a su vez una conciencia de unidad, pues en la Patria Grande los pueblos “se sienten hijos de una gran familia, no importa que hayan nacido en el norte, en el centro o en el sur del continente”. Rescata diferentes personajes de la historia que tuvieron un profundo sentido en torno a la unidad continental. Así lo hace con Miranda, a quien considera un precursor no sólo de la independencia del Norte de Sudamérica, sino en torno a la unión de todos los pueblos del Sur del Continente; con José de San Martín, “el prototipo del más hondo y ardiente panamericanismo. Piensa, siente y obra como americano”; con Simón Bolívar, quien pone su genio y espada al servicio de la causa que se complementa con la gesta sanmartiniana; con O’Higgins, a quien define como el más eminente de los hijos del país trasandino. También rescata el papel de diversos pensadores y estadistas. Estos grandes libertadores también han sembrado una moral, al mismo tiempo que un ideal de liberación y autonomía de nuestros pueblos. Afirma Sarobe: “¡qué diferencia entre los conquistadores y los libertadores de pueblos! Ambiciosos los primeros por adquirir dominio, arrancar lauros por la fuerza de las armas, frenéticos de egolatría y predominio; cumpliendo los segundos, la noble misión de redimir pueblos, actuando como campeones de la libertad, la justicia y el derecho”.

En relación con San Martín y Bolívar, los destaca como parte de un mismo proyecto de emancipación y unidad continental, resaltando los vínculos entre ambos libertadores en base a la documentación que encuentra, llega al momento nodal de la mentada entrevista de Guayaquil considerando que “con esa actitud dan ellos, a la posteridad, una lección imperecedera y fijan un rumbo preciso y cierto de relación de los Estados Americanos”. Producido el proceso de emancipación del primer cuarto siglo XIX, la llama de la revolución y la integración regional va calmando su fuego. Así, “el ideal romántico de San Martín, el credo ardiente de Bolívar se eclipsa en el espíritu de las generaciones contemporáneas, deslumbradas y seducidas por los portentosos adelantos técnicos de esta civilización materialista que ha estragado las buenas y sencillas costumbres y corrompido la moral de los pueblos”. Se desatan luchas intestinas, guerras civiles, y el proceso de unidad se rompe en varios pedazos. Se produce así la balcanización sobre nuestro continente y se derrumba el proyecto de una Patria Grande y unida. Esa segregación fortalece las fronteras de las patrias chicas, y una conciencia que olvida el rastro del ideal emancipador de integración de nuestros pueblos. Sarobe afirma que “Iberoamérica, de espaldas a su tradición y a su destino, se convirtió en un conglomerado de Estados, de precaria personalidad internacional”. Así, “la obra de los libertadores y organizadores de las repúblicas hermanas ha quedado trunca. Merecerán la gratitud de la patria y de América quienes coronen el pensamiento de los próceres y virtualicen (sic) la unidad de los Estados americanos y la realización de su grandioso destino universal”.

En esta misma línea Sarobe argumenta acerca de la emergencia de un orden dependiente, semicolonial, de nuestros países, afirmando que “la independencia política de un Estado es un mito, como los hechos lo demuestran, cuando no descansa en la autonomía económica. Ningún pueblo es libre si no explota sus bienes naturales”.

Sarobe considera que resulta imperativo que este profundo proceso de desintegración de nuestra Patria Grande sea revertido, y se avance en la senda de la cooperación entre nuestros pueblos. Esa unidad es por tradición histórica y cultural, pero también por necesidad de fortalecimiento, en tanto que “mientras más aparcelada esté América en pequeños y débiles Estados, más fácil será el predominio político y económico a su costa y en desmedro de su soberanía, por las tituladas grandes potencias”. Remarca asimismo el sostenimiento por parte de Brasil de su integridad territorial. Esta subordinación a las potencias extranjeras debe ser transformada. Resulta necesario para ello dejar atrás el primitivismo agroexportador, remarcando que no importa que ese orden dependiente “satisfaga la conveniencia de los terratenientes y latifundistas nacionales y haga la delicia de las potencias industriales del mundo”. Por lo tanto, es urgente también la exploración, el control y la explotación de nuestros recursos naturales y su desarrollo industrial.

El general hace un llamado a la lucha por esa integración, poniendo de relevancia las bases donde se sustenta. Éstas van desde la igualdad jurídica, en tanto no hay naciones fuertes o débiles –aunque sabemos que en la práctica no es así–; el respeto soberano entre los diferentes estados; el arbitraje obligatorio en relación con conflictos limítrofes que pudieran suscitarse de modo de no llegar a conflictos armados; la estimulación de las relaciones entre los estados que comparten fronteras, en contraposición a la doctrina emanada del Norte de América que pretende su tutela y dominio; hasta la política de cooperación económica en virtud del logro de la unión aduanera; la profundización de las comunicaciones, ya sea terrestres, marítimas o aéreas; la idea del reconocimiento de una “ciudadanía” común a nuestros países; y la profundización del estudio y los lazos culturales que nos plantean como una región con tradiciones y una identidad compartida.

La lectura del pasado resulta central, no solo para comprender los hechos al mismo tiempo que el presente, sino también para apuntalar la construcción de la identidad. En este sentido, piensa Sarobe que no hay una historia argentina, boliviana, paraguaya, chilena, peruana, etcétera, sino que todos somos parte de una misma historia y de una tradición común. Resulta difícil de comprender la historia de las “patrias chicas” sin la vinculación con una óptica nuestroamericana.

En términos más concretos para el avance de la unidad de nuestro continente, el general considera que el eje donde debe asentarse es en la integración de Argentina con Brasil. A la cual debe sumarse también la amistad argentino-chilena, tradición que viene de los tiempos de la emancipación, sellada por el abrazo entre O’Higgins y San Martín.

Critica la política de lo que denomina como “imperialismo económico de los Estados más ricos”, los cuales tienen un “cortejo imperial de dominios, colonias y mandatos”. Realiza una crítica asimismo al nacionalismo que procura expandirse más allá de sus fronteras nacionales, sojuzgando a otros pueblos. En este esquema los países de nuestro continente que permanecen desunidos son “sometidos al predominio de los intereses foráneos, sobrellevan por igual, impotentes, los perjuicios y dificultades derivadas de los conflictos provocados por las grandes potencias”. Aboga así por un neutralismo en los conflictos entre las potencias. También por estas cuestiones es que debe plantearse una política de integración y cooperación entre nuestros países.

La unidad debe asentarse también, tanto en el desarrollo industrial, en la producción de bienes y manufacturas, en una política de integración comercial, como en las ideas. En este sentido manifiesta que “la cooperación económica fortalece e integra la solidaridad espiritual y política”. Considera en esta misma línea que “es inadmisible que el atraso de la industria en ciertos aspectos sea tan grande que obligue a recurrir al exterior para satisfacer elementales exigencias de la actividad cotidiana, como ser para alambrar los campos, embolsar los frutos del país, etcétera. Es inaceptable también que un pedazo de cuerda, un balde, un pico, una pala y hasta un clavo llegue a ser artículo suntuario por falta de producción nacional”. Piensa en la unión aduanera progresiva entre nuestros países, comenzando por los países vecinos, como el caso argentino-chileno, y avanzar hacia los demás. Con Paraguay también resulta central establecer una fusión aduanera, en tanto “completa la unidad geográfica y económica del Plata”.

De esta forma, nuestro militar piensa en la integración latinoamericana conjuntamente con el desarrollo de nuestra industria, y la ruptura de la subordinación a las potencias. Sostiene más específicamente al respecto que “es preciso industrializar la América Ibérica, si se aspira a sacar a estos países de su estado colonial, salvándolos de la dependencia material a que se hallan condenados en su condición actual”. Hay que diagramar una planificación económica en base a las necesidades nacionales, extendiendo y vinculándola a los demás países.

Es necesario también el desarrollo económico de las diferentes materias primas en virtud de satisfacer las necesidades de la industria del continente. Piensa incluso en convenios de trueque de los excedentes de producción, como puede ser el trigo argentino, el cobre chileno o el caucho de Brasil. El caso de Bolivia ofrece una complementación con la Argentina a través de las riquezas naturales de ambos: hay que revitalizar el camino del Alto Perú. Con las demás naciones también se puede avanzar en la integración. Así, por ejemplo, con Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela se puede establecer intercambios prósperos mejorando los costos de transporte, al mismo tiempo que flexibilizando las trabas aduaneras. Una situación similar se plantea para los países del Caribe y Centroamérica. Existen factores, como se puede observar, que sirven como puntales donde asentar la integración. Propone asimismo la profundización del desarrollo de la flota mercante del Estado –creada hacía poco tiempo, en 1941, bajo el gobierno de Castillo– para que “sea una conquista definitiva en nuestro comercio exterior y un instrumento al servicio de la política de cooperación entre Estados americanos”. Este desarrollo económico es el que puede garantizar la autonomía económica –y también industrial– y profundizar la posibilidad de tener una defensa nacional óptima.

 

También piensa el general en el papel que debe cumplir la educación, a través de la cual se debe sostener una visión que forme a las “nuevas generaciones”, no solo en “el culto de los valores espirituales de la nacionalidad propia, sino en la devoción de los grandes héroes de América, para mantener incólume y vivo el sentimiento de la solidaridad continental”. Propone en este sentido también la creación de una universidad de la Patria Grande, para este acercamiento entre nuestras naciones y para fortalecer las bases de una comunidad continental. También aparece la necesidad del estudio de las problemáticas del continente y la difusión cultural, a través de libros, cine, turismo, etcétera.

Como se puede observar en estas líneas, el general José María Sarobe considera que la unidad de la Patria Grande encuentra diversos fundamentos, desde los históricos, vinculados con las tradiciones culturales y espirituales, hasta los materiales, relacionados al desarrollo económico, a la capacidad de defensa, etcétera. Por eso afirma que “unirse es la misión perentoria y trascendente de América. Nunca, como ahora, fue tan imperativo ese deber”.



* Magister y Especialista en Metodología de la Investigación (UNLa), Sociólogo y Profesor de Sociología (UBA). Artículo publicado en el Nro. 37 de la Revista Movimiento

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